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El pulso acelerado de la lucha contra el sida

El director Robin Campillo levanta aplausos en Cannes con ‘120 pulsaciones por minuto’, devastadora crónica del combate contra la epidemia del sida en Francia

De izquierda a derecha, Adele Haenel, Arnaud Valois, director Robin Campillo, Nahuel Perez Biscayart, Antoine Reinartz y Aloise Sauvage en la presentación de '120 pulsaciones por minuto'.
De izquierda a derecha, Adele Haenel, Arnaud Valois, director Robin Campillo, Nahuel Perez Biscayart, Antoine Reinartz y Aloise Sauvage en la presentación de '120 pulsaciones por minuto'.Matthias Nareyek (Getty Images)
Álex Vicente

A principios de los años noventa, cuando el sida llevaba una década haciendo estragos ante la indiferencia relativa de las autoridades políticas y los laboratorios farmacéuticos, los militantes de Act Up-Paris decidieron que ya no podían esperar más. No tenían más tiempo que perder, porque se estaban muriendo. Encadenaron entonces acciones cada vez más radicales contra quienes hacían perdurar el mutismo. Rociaron de sangre las ventanas de quienes preferían seguir mirando hacia otro lado. Cubrieron esos monumentos parisinos que dibujan indudables signos fálicos –el obelisco de la Concorde, por ejemplo– con preservativos gigantes. Soñaron con teñir el Sena de color púrpura. Y, a falta de conseguirlo, orquestaron protestas con cierto aspecto de performance artística, en las que se tumbaban por el suelo como si estuvieran agonizando. Su logo era un triángulo rosa acompañado de esta inscripción: “Silencio = muerte”.

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Esa lucha, algo olvidada por una época que se esfuerza en creer en normalizaciones ilusorias, inspira una película presentada este sábado en el Festival de Cannes. Se titula 120 battements par minute (120 pulsaciones por minuto) y es la tercera entrega del director Robin Campillo, guionista habitual de Laurent Cantet, que ya se llevó la Palma de Oro en 2008 con La clase. ¿Qué provoca esa pulso acelerado? Una mezcla de la adrenalina de la acción militante, los ritmos sincopados de la música electrónica y las noches orgiásticas de jóvenes condenados a una muerte prematura, pero que no renunciaron al hedonismo propio de los veinteañeros. En 1992, siendo un joven montador indignado por la inacción respecto a esta epidemia, Campillo se alistó en las filas de Act Up, fundada tres años antes siguiendo el modelo de la organización estadounidense del mismo nombre.

“Ya entonces pensé en rodar una película sobre el sida, pero no encontré la manera. En los últimos años, tenía la sensación de dar marcha atrás cada vez que llegaba la hora de afrontar el proyecto”, explicó el director en la rueda de prensa. Decidió que había llegado la hora de dejar atrás ese escollo. “El año pasado iba a rodar una película de ciencia ficción, pero cambié de opinión. Sentí que había llegado la hora de superar el miedo”, añadió.

Esta crónica transcurre en los primeros noventa, aunque no parezca, en absoluto, una cinta histórica o ubicada en un pasado rememorado con filtros retro. La ciudad no parece muy distinta a la de ahora. Sus protagonistas no hablan con un argot de otra época. Los debates sobre el militantismo son prácticamente los mismos que hoy. En los últimos treinta años las cosas han cambiado, pero puede que tampoco tanto. Ahí están los mismos desfiles en la plaza pública. Los mismos clubs donde suenan los mismos ritmos. La misma homofobia, puede que más sibilina. Y una ignorancia menor, pero todavía potente, respecto a una enfermedad que sigue matando año tras año.

“Desconfío del concepto de filme de época. Salvo el corte de los tejanos, no hay tantas diferencias. No quería caer en lo pintoresco. Prefería que el espectador la viera como si parte del presente”, confirma Campillo. Solo una Game Boy traicionera y un himno añejo de Bronski Beat recuerdan que, en realidad, nos encontramos en otro tiempo. “Pero no rodé esta película por cuestiones de actualidad. Lo hice para recordar lo que fue esa unión de personas que nunca se habrían conocido si no fuera por el sida, lo que les permitió forjar un discurso y una potencia política”, afirma el director.

En el grupo había “hijos de peluquero y de director general”, como recuerda el director. Igual que en su reparto mezcla a estrellas locales, como Adèle Haenel, con anónimos que nunca habían actuado. De hecho, al principio de su película no hay ningún personaje principal, si no es la enfermedad. Solo un grupo de jóvenes en el que se acaban perfilando una pareja de protagonistas: el seropositivo Sean, que aboga por pasar a una acción más radical (a quien interpreta el argentino Nahuel Pérez Biscayart), y el seronegativo Nathan, recién llegado a la organización (el debutante Arnaud Valois).

A medida que avanza el metraje, de casi dos horas y media en total, la cinta abandona al grupo y encierra a esa pareja en un apartamento que hiede a muerte. Para evitar un exceso de lágrimas, Campillo se escudó en una relativa frialdad. “Yo he vivido cosas como las de la película. A mí se me murió un amigo. Y no es un momento en que te pongas a llorar. No es una emoción así de sencilla. Quise transcribir ese sentimiento yendo hacia la frialdad. En realidad, la emoción surge de ese lado glacial”, afirma el director.

Antes de ponerse a rodar, Campillo mandó el guion a Didier Lestrade, figura central en la lucha contra el sida en Francia, que cofundó Act Up y también fue su primer presidente, para que le diera su aprobación. “Quería saber si respetaba la historia del grupo. Le respondí que sí. En aquella época, nunca habría creído que nuestra experiencia terminaría convertida en una película que se estrenaría en Cannes”, recuerda al teléfono desde París.

“Act Up salvó la vida a miles de personas. Les aportó apoyo, amistad y catarsis”, asegura. “Fue como una terapia de grupo que nos familiarizó, siendo tan jóvenes, con conceptos como la muerte y el luto. Siempre lo comparo con ir al frente de batalla. Ahora vivimos como si fuéramos veteranos de guerra”. A juzgar por los aplausos que se han escuchado en Cannes, su combate es, desde este sábado, un firme aspirante a la Palma de Oro.

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Sobre la firma

Álex Vicente
Es periodista cultural. Forma parte del equipo de Babelia desde 2020.

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