El hombre que entrevistó al enterrador de Kennedy
Jimmy Breslin fue un reportero de época, maestro en poner el ojo donde no estaban los focos
El reportero Jimmy Breslin (1928-2017) falleció este domingo en la misma ciudad donde nació y a la que dedicó por entero sus oídos, su mirada, su estómago y las suelas de sus zapatos, Nueva York. Maestro del periodismo de calle, apasionado por las figuras secundarias o marginales, periodista clásico de los que transpiraban tinta y vivían con la hora de cierre incrustada haciendo tic-tac en la corteza cerebral, Breslin pasó a la historia del periodismo contemporáneo con reportajes como Cavar la tumba de JFK fue un honor, en el que abordó el entierro de Kennedy desde el punto de vista del proletario que abrió su hoyo.
"Clifton Pollard estaba bastante seguro de que le tocaría trabajar este domingo, así que se levantó a las 9 a.m. en su departamento de tres habitaciones de Corcovan Street y se puso el overol caqui antes de entrar a la cocina a desayunar. Su mujer, Hettie, le preparó huevos con bacon", comenzaba su versión libre del último adiós al presidente de Estados Unidos asesinado.
Breslin ponía el ojo donde no estaban los focos. Buscaba la noticia en el extrarradio de la noticia. La reporteaba en detalle. Y luego la relataba a la manera narrativa, con un estilo propio lleno de descripciones, diálogos y caracterizaciones de personajes accesible para el lector común. El señor de la tienda de la esquina, explica la nota necrológica de la agencia Reuters, "no necesitaba un diccionario para leerse la columna de Breslin".
Nació en el distrito neoyorquino de Queens en una familia de origen irlandés. Su padre fue un músico de vuelo bajo que los abandonó cuando era niño y volvió a mostrar interés por su hijo cuando se había vuelto un periodista reputado. Según The New York Times, Breslin pagó las facturas médicas de su progenitor y le mandó un telegrama que leía: "Para la próxima vez, mátate".
Perseguidor de personajes, él también lo fue. El reportero alocado, bebedor, entrañable pero de prontos huracanados, un bárbaro tocado por el talento natural para el oficio, un tipo común pero también un intelecto privilegiado. Dicen que su ego y su gusto por las bromas eran tan desarrollados que podía despertar a un colega a altas horas de la madrugada con una llamada de teléfono para decirle "Soy grande" y colgar. En una entrevista explicó que su personalidad era tan rica porque se imbuía de las emociones de los personajes sobre los que iba escribiendo. "Fui alrededor de 67 personas a lo largo de mi vida", bromeó.
Breslin se ganó su nombre desde los años sesenta, en los tiempos en que descollaron otras figuras del periodismo narrativo como Tom Wolfe o Gay Talese, y se coronó en 1986 con un Pulitzer, el premio más prestigioso del periodismo, por un reportaje sobre un enfermo de sida. Empezó a los 16 años como chico de los recados en un diario de las afueras de Nueva York y en 1963 dio el salto al Herald Tribune, donde escribió una columna que continuó en los setenta en el New York Daily News, diario en el que hizo una de sus coberturas más célebres, sobre el asesino en serie El hijo de Sam.
Desde muy pronto alternó el columnismo con la escritura de libros periodísticos, con temáticas variadas como los fracasos de los New York Mets de béisbol, las andanzas de una banda de criminales ineptos para el oficio del crimen o la corrupción en la iglesia. Pero su género tipo fue la columna, el diarismo contrarreloj, el periódico de toda la vida: "Una vez que vuelves al periódico", dijo una vez, "es como la heroína".
Robusto, fumador como mandaban los cánones, Breslin tecleaba con dos dedos como pistones. Era laborioso y vivía obsesionado con la hora de cierre. Llamaba a la imprenta para que le dijesen cuántos minutos exactos podía retrasarse. Pero cumplía. "Cuando Breslin por fin se dignaba a entregar su manuscrito en persona, George Hirsch podía oírlo subir las escaleras resoplando", relata el libro La banda que escribía torcido (Libros del K.O.). "Thomas el Gordo ejercía de remolque mientras Breslin maldecía por lo bajo y soltaba de vez en cuando eso de "¿por qué este puto edificio no tendrá un ascensor?". A pesar de sus frecuentes retrasos. Breslin siempre quería conocer de inmediato la opinión de sus editores. "Treinta segundos después de entregar la crónica, me preguntaba: '¿Está bien?'", relata el libro. "Siempre quería que estuviera perfecta".
Como a otros reporteros de aquella corriente del periodismo narrativo, lo persiguió la sombra del cruce entre hechos e imaginación, véase el caso de un personaje tan inaudito como un provocador de incendios profesional llamado Marvin La Antorcha. Uno de sus editores, Shelly Zalaznick, dijo sobre él: "Breslin era tan talentoso que empecé a pensar que era un embustero, pero no lo era".
Leíamos más arriba.
"Su mujer, Hettie, le preparó huevos con bacon. Pollard estaba en medio de su comida cuando recibió la llamada que estaba esperando. Era Mazo Kawalchik, capataz de los sepultureros del Cementerio Nacional de Arlington, donde Pollard trabajaba para ganarse la vida. "Polly, ¿podrías estar aquí sobre las once de la mañana?", preguntó Kawalchik. "Supongo que sabes a qué se debe". Pollard lo sabía. Colgó el teléfono, terminó su desayuno y dejó su departamento para poder pasar el resto del domingo cavando la tumba de John Fitzgerald Kennedy".
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