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Karl Marx en el diván: la psiquiatría franquista como arma

La dictadura creó un género de autoridad científica para combatir a los enemigos del régimen

Javier Arroyo
Karl Marx, en Londres en 1875.
Karl Marx, en Londres en 1875.

La higiene mental entendida como higiene moral y racial. O en conceptos más actuales, la salud mental como resultado de la rectitud moral y la pureza racial… sean estos dos últimos conceptos lo que fueren. El franquismo comprendió que necesitaba un instrumento revestido de ciencia que sustentara su distinción del mundo entre buenos y malos. O, mejor, entre españoles católicos como Dios manda y antiespañoles rojos, marxistas y ateos. Y ese instrumento fue la psiquiatría. Los historiadores de la ciencia no dudan en considerar la psiquiatría franquista un género aparte, un arma infalible para el régimen. El grupo de malos era diverso: separatistas vascos y catalanes, milicianas, brigadistas, etc. No obstante, en aras de la simplicidad, una definición única era más útil: marxista (seguidor de Karl Marx, de quien este martes se cumplen 134 años de su muerte y 150 años de la publicación de su obra cumbre El Capital) definía con claridad a quien no era de fiar para el régimen. Bajo esa premisa, en las primeras décadas del franquismo se organizó un sistema psiquiátrico capaz de dar cobertura a esa necesidad.

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La revista Dynamis, una publicación científica sobre historia de la medicina y la ciencia editada por la Universidad de Granada, hace en su último número un recorrido por la psicopatología franquista. Ricardo Campos y Ángel González de Pablos han coordinado Psiquiatría en el primer franquismo: saberes y prácticas para un Nuevo Estado, un trabajo que describe una psiquiatría que creció en paralelo al franquismo y, por tanto, adaptándose a él: ultraortodoxa en hispanidad y catolicismo hasta la década de los 50 y, desde ahí, virando hacia una cierta apertura e internacionalización que, sin perder algunos de sus rasgos originales, la hiciera más exportable.

La construcción del sistema arranca en 1938, aún en la Guerra Civil. Antonio Vallejo Nágera, psiquiatra y militar, jefe de los servicios psiquiátricos del ejército franquista pone en pie su experimento El psiquismo del fanatismo marxista. Lo cuenta Rafael Huertas, investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), en un estudio de hace algunos años. El proyecto buscaba encontrar las causas de la maldad en, concretamente, brigadistas internacionales, milicianas presas, “separatistas vascos y marxistas catalanistas”. Finalmente, Vallejo Nágera solo ofreció resultados de brigadistas y milicianas. El resultado fue el esperado: una gran mayoría mostraban “reacciones antisociales” como “antipatriotismo y antimilitarismo”. Con diagnósticos que servían de condena, Vallejo Nágera orientaba ya la psiquiatría de las siguientes décadas.

El ingreso de López Ibor (noveno por la izquierda) en la Real Academia de Medicina en 1951.
El ingreso de López Ibor (noveno por la izquierda) en la Real Academia de Medicina en 1951.

Ricardo Campos, científico del Instituto de Historia del CSIC, enumera los rasgos principales de la psiquiatría franquista: “Depuración de las personas y de las prácticas psiquiátricas anteriores, patologización del disidente político, oposición a las ideas extranjerizantes y, sobre todo, ultracatolicismo y defensa a ultranza de la hispanidad”. Y junto a Vallejo Nágera, el segundo factotum fue Juan José López Ibor. Ángel González de Pablo, profesor de Historia de la Ciencia de la Complutense de Madrid, explica que “López Ibor desarrolló una batería de conceptos muy significativos relacionados con el catolicismo, una especie de psicoterapia religiosa”, concluye González de Pablo.

Sin duda hubo internamientos en manicomios y prisión pero en general, la primera psiquiatría franquista no tuvo realmente un objetivo clínico, de tratamiento, sino que fue una construcción quasi-científica necesaria para un fin político mayor. Ese armazón científico fue, además, parte del éxito ya que los psiquiatras y sus teorías estaban dentro del aparato investigador y teórico del momento. Luego, algunas piruetas en el método científico les permitían alcanzar los resultados científicos buscados sin realmente serlo.

Los primeros años del franquismo fueron duros. Después, en la década de los cincuenta llega la necesidad de acercarse al mundo. El modelo psiquiátrico, como el régimen, sabe que debe actualizarse. Además, la idea de marxistas como antiespañoles llegados del infierno ya está firmemente instalada. Los psiquiatras franquistas comienzan a admitir a algunos disidentes y, sin perder ese aroma ultracatólico e hispánico, levantan un poco el pie. Ricardo Campos, especialista en historia de la psiquiatría, recuerda que un congreso que en Barcelona, en 1954, reunió a todos los psiquiatras relevantes del momento adoptó cambios importantes como que el término higiene mental se sustituye por salud mental o que se admite la posibilidad de que el psicoanálisis de Freud tenga algunas virtudes.

En España, definir a alguien como marxista ha tenido una connotación más allá del mero pensamiento ideológico. Hasta hace poco o quizá hasta hoy mismo, ha conllevado aparejado un aire de maldad, de peligrosidad o, cuando menos de sospecha. Ese fue el éxito de la psiquiatría franquista. Ahora sabemos que la realidad está en el subtítulo del libro que el historiador y psiquiatra Enrique González Duro publicó en 2008: Los psiquiatras de Franco. Los rojos no estaban locos.

Sin pastillas, terapias de choque

Hasta los 50 no aparecen los primeros psicofármacos por lo que las soluciones psiquiátricas eran algo expeditivas. Por ejemplo, el ingreso en manicomios, con o sin terapias de choque. Algo, por otra parte, en lo que a psiquiatría española no difería del resto del mundo. Quizá sí en la intensidad con la que se abrazaron esas terapias. No obstante, existen casos su uso represivo, como hacía el muy falangista y muy católico Marco Merenciano, director del manicomio de Valencia. La terapia de choque más usual en los 40 era la inyección de Cardiazol; sin perder la conciencia, el paciente sufría terribles convulsiones. Luego llegaron el schock insulínico, el electroshock y la lobotomización prefrontal. Su objetivo, explica Ángel González de Pablo, de la UCM, "era producir un choque cerebral capaz de reorganizar las conexiones cerebrales teóricamente dañadas". ¿Fueron eficaces esas terapias? "La eficacia es más que dudosa", concluye González de Pablo.

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