El mañana nunca muere se hace realidad
A los 20 años de su estreno, el villano de esta entrega de la serie Bond es un inquietante anticipo de los grandes magnates de Silicon Valley
Subido a un escenario, ante una muralla de pantallas de plasma, con jersey negro de cuello vuelto, gafas y pelo blanco, el magnate anuncia el nuevo producto de su corporación. ¿El motivo de su último invento? “Poder. Poder para iluminar los rincones más lejanos del globo, no para aumentar las ganancias, sino la empatía entre la gente de este gran planeta (…) Prometo ser una fuerza para el bien en este mundo”.
¿Steve Jobs? ¿Mark Zuckerberg? ¿Un creador de Google? No. Se trata del discurso del antagonista de El mañana nunca muere, la segunda película de Pierce Brosnan como James Bond. Se cumplen 20 años de este título y su trama, tan exagerada y novelesca como suele ser costumbre en la saga, guarda un inquietante aviso para este 2017.
El mañana nunca muere sitúa a James Bond contra Elliot Carver, magnate de una corporación mediática. Carver es dueño de periódicos, radios y televisiones por todo el mundo. Su plan malvado es provocar una breve guerra entre Reino Unido y China tras la que se hará con el monopolio de las comunicaciones chinas.
Inmediatamente, el espectador contemporáneo es capaz de ver qué aspectos de la película han quedado atrasados. Existe un optimismo sonrojante respecto a los periódicos y su expansión (que, según la película, parece que no puede sino aumentar) y no hay ni una sola mención a Internet.
A pesar de que el guionista Bruce Feirnstein desmintió que hubiera conexión, cuando la película se estrenó, mucha gente vio una referencia obvia a Rupert Murdoch, el magnate australiano que desde finales de los 80 y durante los 90 estaba expandiendo su imperio mediático por Reino Unido y Estados Unidos.
Sin embargo, muchos aspectos de El mañana nunca muere resultan sorprendentemente contemporáneos, y hasta proféticos, en 2017. El más claro es la advertencia sobre el monopolio de la información. Carver tiene una audiencia de 1.000 millones de personas, un dato escalofriante en 1997, sobradamente real en 2017: Facebook cuenta con aproximadamente 1.800 millones de usuarios.
Tanto en la película como en la realidad, esta influencia desemboca en un lucrativo reguero de desinformación, provocado en la película y tolerado en la realidad. El filme hace hincapié en un hecho fundamental (hasta el extremo de caricaturizarlo) que a veces olvidamos en estos tiempos: a pesar de cubrir su poder con declaraciones de buenas intenciones y proyectos para mejorar la humanidad, estos monopolios digitales no son organizaciones benéficas, sino empresas con ánimo de lucro.
“¿Qué espero a cambio? Dominación global. Pero no sobre gobiernos, religiones o ideologías. Sobre la tiranía, el aislamiento y la ignorancia”, proclama Carver, minutos antes de provocar una guerra mundial.
Esto nos lleva al siguiente punto profético de El mañana nunca muere: la disposición de saltarse cualquier tipo de regla (legal en la película, moral en la realidad) con tal de adueñarse del mercado chino. Tanto Google como Facebook han aceptado censurar su contenido con tal de agradar a la dictadura asiática. Como predijo la película, lo único que separa a estos monopolios de subvertir sus inquebrantables valores es la promesa de mayores beneficios.
Por último, parte del poder de Carver reside en el acopio de información que realiza; tiene tanta información valiosa que se puede permitir chantajear al presidente de Estados Unidos. Cabe recordar que tanto Facebook como Google poseen cantidades ingentes de datos personales, privados e íntimos de sus usuarios, y a menudo tienen acceso a cualquier comunicación que ocurra en sus servicios. Una vez más, lo único que separa a estas empresas de saltarse sus principios es la promesa de mayores beneficios.
Pese a los celulares viejos, los chistes fáciles y la acción a raudales, El mañana nunca muere ofrece una advertencia sorprendentemente acertada para nuestro mundo de desinformación y monopolios.
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