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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los jueces de Caifás

El escritor nicaragüense muestra su indignación por el proceso contra Ernesto Cardenal

Sergio Ramírez
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Apenas he sabido este domingo que Ernesto Cardenal ha sido notificado, por medio de una cédula judicial, que debe pagar 753.000 euros en un proceso que le inventaron hace tiempo, cruzo la calle para irlo a ver. Somos viejos vecinos.

Esta casa es el único bien que Ernesto posee sobre la tierra, y nunca ha querido más. Cuando los jueces la subasten, no servirá de mucho para abonar esa deuda de inquina y odio que le cobran. No servirá que sepan que por su puerta entraron un día Günter Grass, Graham Greene, García Márquez, Julio Cortázar, Harold Pinter.

Es la misma casa donde ha vivido por casi cuarenta años, desde el triunfo de la revolución, y desde hace tiempo necesita una mano de pintura. Adentro lo que hay es penumbra, las mismas mecedoras de mimbre en la sala, y en las paredes las fotos desleídas de los muchachos de Solentiname, hijos espirituales suyos, que cayeron en combate o fueron asesinados en las cárceles de Somoza. Y unas cuantas esculturas, cactus, garzas, peces, armadillos, en las que sigue trabajando a sus 92 años, y que son su principal fuente de ingreso.

Entro a su dormitorio conventual. Un catre de monje, otra mecedora, un estante de libros. Por la ventana se mira el verdor del patio. Lo encuentro sentado en el borde de la cama, donde hace sus meditaciones, la primera de ellas a las cuatro de la madrugada. Ha sido fiel con lo que cree, y la pobreza lo acompaña.

Cuando vengan los jueces de Caifás con sus tasadores oficiales a levantar inventario de lo que hay en esta casa para confiscarlo todo, encontrarán muy poco. Los mismos viejos muebles, sus libros en los estantes, esos sí, muchos, pero que seguramente no servirán a la voracidad de quienes quieren despojarlo por venganza. Tirria, decimos en Nicaragua. Le tienen tirria por ser tan grande y por hablar tan alto, por no callarse nunca.

Recuerdo a los jueces de Caifás, porque recuerdo su poema de Gethsemani, Ky:

“Es la hora en que brillan las luces de los burdeles / y las cantinas. La casa de Caifás está llena de gente. / Las luces del palacio de Somoza están prendidas. / Es la hora en que se reúnen los Consejos de Guerra…”

Al poeta más grande de Nicaragua le han notificado la sentencia condenatoria, urdida a medianoche, por medio de cédula judicial, como a alguien que no tiene domicilio conocido. El juez que lo ha condenado va a ordenar que lo saquen de esta casa para entregarla al demandante, inventado por el poder que quiere humillarlo. Ninguna otra cosa puede esperarse. La pretensión es dejarlo en la calle.

No hay más, poeta, le digo, son unos pocos pasos, se viene para mi casa con sus cuatro bártulos, y sus libros, si es que no le secuestran sus libros. Tulita, mi mujer, estará feliz de recibirlo. Imagínese lo bien que la vamos a pasar, conversando.

Eso sí, agrego, prepárese para una gran disputa, porque serán miles en Nicaragua los que querrán llevárselo a vivir con ellos también, un honor así no pasa tan fácilmente desapercibido, como no pasa desapercibida esta injusticia colosal a la que lo someten los jueces de Caifás.

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