Las obscenidades de Pompeya y la limpieza de Barcelona
Miguel de Unamuno llena páginas y páginas de dos extraordinarios cuadernos de viaje


Con 24 años y sin empleo, Unamuno sólo ha escrito artículos, pero vive airado porque “aún no se reconoce la pluma como arma, hay mucho burgués que estima de locos escribir ameno, y riñe a su hijo si le da por ahí”, justo cuando él mismo llena páginas y páginas de dos extraordinarios cuadernos de viaje. La ruta le llevará a Italia, Suiza y de vuelta a París, “capital del mundo modernista, ya que no del moderno”. Pero antes se encandila “decididamente” con “las catalanas”, sin “aquel horrible mantón y el pañuelo tapaporquerías de Madrid”, en una Barcelona de “frescura, espacio, olor a tilos y bienestar, no aquel vaho de miseria que despide Madrid. Junto a esto Madrid es un villorrio”.
Del viaje de 1889 sabíamos ya, pero no que lo hubiese hecho tan reconcentrado en todo como se desprende de estas páginas, junto al tío Claudio y su amigo “don Alfonso”. Unamuno galopa en tren y trota en prosa a medida que recorre paisajes, se ensimisma arrobado ante las montañas suizas, se escandaliza con las obscenidades de Pompeya o se desengaña con la Venus de Milo, “carcomida por mil sitios, además de manca de ambos brazos”. Ya en Francia se ha subido a la Torre Eiffel —“alguna impresión me ha producido” el “intrincado laberinto de su osamenta”— y visita la Exposición Universal que conmemora los 100 años de la Revolución francesa: “Sin conocerla, me huele a algo canallesco, de plazuela, fanfarria, a mucho ruido para pocas nueces”, entre otras cosas porque estos franceses bullangueros y charlatanes lo impacientan: “¿Cuándo se convencerán estos simples de que donde hay libertad no puede haber igualdad?” Las embrutecidas escenas del Folies Bergère empeoran su ánimo con sus “desnudeces asquerosas”, sus “miradas de hambre” y “mucha carne como flor de estercolero”. O sea, “un rendez-vous de putacos y nada más”, a los ojos de un muchacho que odia la fotografía porque miente la realidad. Y por eso no se ha llevado una foto de su novia con él, aunque no la olvida nunca y hasta le exalta, en particular cuando está ya cerca de su añorado Bilbao y de su despacho: “Con mi tintero, mi vieja pluma de mango de madera, los objetos que siempre me han rodeado, mi gabinete, mi ancha silla y esta calle, esta calle de mis recuerdos”.
Ha pintado ya el idilio vasco con vascas que son su verdadero tipo, como su Concha, mientras las ve “venir sin hacer ruido”, “reír y cuchichear entre ellas, a estas de aquí que son de mi raza, de la raza de ella”, mientras él les habla “el vascuence que sé” y se dispone, sobre todo, a la guerra sin cuartel. Le ha gustado tanto esto de escribir “memorias de viaje” que desde este verano de 1889 se compromete a “seguir llevando memorias”. Pero serán públicas porque su pasión es todavía y sobre todo el periodismo, “la santa lucha de la fuerza bruta” para acabar de una vez “con esos, los miserables, los bandidos, la hez cochina” que “forman las diputaciones provinciales y los tribunales de oposición a cátedras y, si son curas o hijos de buena casa, son lo más rastrero que se conoce, la última boñiga del último estercolero”.
Ya sabe que un periódico debe ser “una cosa caliente, fuerte, que exalte y fermente, viva”, obstinado en “barrer la inmensa estupidez humana”. Unamuno puro y desnudo.
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