La novela de un pesetero
A Juan Carlos Rodríguez, recientemente fallecido, le debemos una lectura materialista del 'Quijote'
“¿De qué trata este libro?” “De vender. La mayoría de los libros tratan de vender”. Con esa broma suele responder el editor Constantino Bértolo a la pregunta por el argumento de algunas novelas. En sus años al frente de Debate, Bértolo sacó adelante un premio de ensayo literario –el Josep Janés- que en su primera edición recayó en un trabajo sobre el Quijote de título llamativo: El escritor que compró su propio libro. Su autor era Juan Carlos Rodríguez, uno de los pocos teóricos de la literatura españoles digno de ser tenido por tal, un materialista empeñado en mirar debajo de la alfombra; aunque menos dado al humor, una especie de Terry Eagleton de la universidad de Granada.
Desde esa cátedra se convirtió en el aglutinador de “la otra sentimentalidad”, aquel grupo que en los ochenta usó la poesía para reflexionar sobre la disolución de la izquierda en la rampante posmodernidad. Los polvos de estos lodos. La obra de poetas como Luis García Montero, Javier Egea, Inmaculada Mengíbar, Ángeles Mora o Álvaro Salvador encontró, directa o indirectamente, su caldo de cultivo en el magisterio de un profesor que había sido adoptado en París por Louis Althusser. Como su maestro, Rodríguez sabía que la ideología es la representación de la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones reales de vida, asunto con el que la literatura tiene mucho que ver: por representación y por imaginaria. Libros suyos como Teoría e historia de la producción ideológica, La literatura del pobre o La norma literaria demostraron que el pensamiento y la filología hispánica no eran incompatibles por más que cualquier español inclinado a razonar fuera durante siglos identificado como francés.
Juan Carlos Rodríguez murió hace dos semanas y un buen homenaje a ese lector que enseñaba a leer sería acercarse a El escritor que compró su propio libro, que analiza la obra maestra de Cervantes con admiración pero sin idealismos, demostrando que su autor escribía con conciencia de público y de mercado. En este año cervantino, tan dado a la exaltación lingüístico-patriótica, no está de más recordar que el narrador del Quijote dice haber comprado el manuscrito en Toledo. Ni recordar que el dinero salpica todo el relato: ya sea cuando el hidalgo paga a Sancho para que se azote -y así desencantar a Dulcinea- o cuando la propia dama, ensoñada en la Cueva de Montesinos, pide dinero al de la Triste Figura. A falta de que los euros generen un adjetivo, cabría decir que el Quijote es la novela genial de un pesetero. También en eso fue el primer moderno.
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