Unamuno vence a la muerte
La Universidad de Salamanca rememora con una representación teatral y un debate el 80º aniversario del célebre enfrentamiento en su paraninfo en plena Guerra Civil entre el escritor y el general Millán-Astray
Miguel de Unamuno no tenía pensado tomar la palabra aquel 12 de octubre de 1936, Día de la Raza, en el que se produjo el conocido altercado con el general Millán-Astray en la Universidad de Salamanca. El incidente dejó dos frases para la historia española y un símbolo de carácter universal: la intelectualidad contra lo militar, la pluma contra las armas. El rector salmantino no había ido a la misa que precedió al acto académico, que ofició el obispo Pla y Deniel, con quien, sin embargo, compartió mesa presidencial en el paraninfo.
No tenía pensado hablar, ni un papel había llevado, pero las intervenciones del catedrático Francisco Maldonado de Guevara y del poeta José María Pemán debieron terminar exaltando su ánimo. De modo que Unamuno sacó del bolsillo una carta que le había enviado Enriqueta Carbonell pidiéndole que se interesara por la suerte que corría su marido, Atilano Coco, amigo del escritor, encarcelado por los franquistas en Salamanca. Y en aquel sobre garabateó algunas palabras que fueron la génesis de aquellas dos frases: el “venceréis, pero no convenceréis” del pensador y el “¡Viva la muerte! ¡Muera la inteligencia!” del tuerto y manco general fundador de la Legión.
La Universidad de Salamanca celebró ayer el 80º aniversario de aquel enfrentamiento con un debate entre estudiosos de Unamuno y una breve representación teatral en la que el actor José Luis Gómez, caracterizado como el autor de Niebla, escenificó aquel discurso del rector y sus últimos días de vida —murió poco más de dos meses después, el 31 de diciembre de 1936—, recluido en su casa, con un guardia a la puerta, dictando los últimos versos y las últimas cartas a sus amigos.
Unamuno era una personalidad entonces famosísima, más que Federico García Lorca. Dicen los expertos que no presidió la República porque no quiso. Azaña le consultaba, los franquistas le alababan y él ponía a caldo a los “hunos y a los hotros”, como decía. No era equidistante, sino más bien osado en plena “guerra incivil”.
Película sobre el filósofo
Cada Gobierno que se sucedía ensalzaba su figura y luego la dejaba caer. La dictadura de Primo de Rivera le forzó a dejar la universidad hacia el destierro en Fuerteventura; la caída del dictador y del rey Alfonso XIII y la llegada de la Segunda República le permitió volver a Salamanca y ser recibido en sus calles con aplausos y fervor popular. Pero sus quejas posteriores hacia los “marxistas” y su apoyo al Ejército sublevado en 1936 le apean del Rectorado salmantino. Franco se lo devuelve y se lo quita en pocos meses. El viejo profesor siempre dijo que no era él quien cambiaba, sino los otros.
Franco se perdió aquel Día de la Raza porque tuvo que trasladarse al frente. En la mesa del paraninfo, su esposa, Carmen Polo, escuchó a Maldonado comparar a Cataluña y el País Vasco con dos cánceres, la anti-España las llamó. Unamuno se revolvía en su silla. Pemán remató la faena exhortando a la juventud: “Muchachos de España: hagamos en cada pecho un Alcázar de Toledo”.
Todo ello queda recogido en detalle en la biografía sobre Unamuno de los profesores franceses Colette y Jean-Claude Rabaté que Taurus editó en 2009. Ambos participaron ayer en el debate, moderado por el periodista y adjunto al director de EL PAÍS Juan Cruz, junto al historiador Octavio Ruiz-Manjón y el director de cine Manuel Menchón, que el 18 de noviembre estrena La isla del viento, una película sobre el lado humano del escritor al que, también aquí, da vida José Luis Gómez. El actor cree que es uno de sus mejores papeles.
Pero ayer era día de desmitificar y poner orden, que para eso estaban los estudiosos. Colette y Jean-Claude Rabaté coincidieron en que el acto del 36 fue tenso, pero esa salida de Unamuno del paraninfo protegido por Carmen Polo de una horda que por poco le lincha no fue exactamente como muchas veces se ha contado.
La raza y la Legión
El Día de la Raza se llamaba así desde 1918. Entonces la raza no se entendía como ahora, ni había tomado las terribles connotaciones que preconizaban los nazis. Pero a Unamuno tampoco le gustaba el cariz que imprimían a dicho acontecimiento los franquistas. Hoy casi nadie lo denomina así.
Ayer sí, cuando se conmemoraba el choque entre el rector salmantino y Millán-Astray. Un buen puñado de familiares de Unamuno, nietos y bisnietos, pudieron ver de nuevo a su abuelo y fotografiarse con él, encarnado en la piel de José Luis Gómez. El actor representó los violentos minutos de aquel acto público del 36 que se retransmitió por radio en la plaza mayor de Salamanca y para Iberoamérica. Declamó además los emocionantes versos que escribió el filósofo poco antes de morir y la carta que escribió a un amigo en la que, sabiendo que la censura profanaría su correspondencia, se despacha contra los crímenes y abusos de los sublevados. Unamuno volvía a su universidad y se paseó, como antaño, por su amado claustro.
A Millán-Astray le habían molestado mucho las palabras de Unamuno defendiendo su condición de bilbaíno que enseñaba castellano a quienes no lo sabían, o la mención al obispo Pla, “catalán, quiéralo o no”, para decir que también tanto Cataluña como el País Vasco podrían acusar al resto de anti-España. Pero lo que más desató los nervios del militar africanista fue la mención a Rizal, el tagalo que defendió la independencia de Filipinas, donde el general había combatido con 17 años. “Hoy no celebramos una fiesta étnica sino el día de la lengua, eso sí es imperio, el de la lengua española, hablada por Rizal, tan español como sus verdugos, vencido, sí; convertido, acaso; pero convencido no”, dijo Unamuno.
Hubo abucheos, los consabidos gritos y cánticos patrioteros. Dos fotos ilustran la salida del paraninfo de la comitiva. Hay falangistas brazo en alto, pero no se aprecia un acoso especial al rector. En una de ellas se ve a Millán-Astray despedirse del obispo y Unamuno se halla junto al prelado. Su fama internacional quizá llevó a los falangistas a protegerle de cualquier altercado.
Estaba fresca la muerte de Lorca y Franco no podía permitirse más vesanias con los intelectuales. El viejo rector se marchó en un coche a su casa. Lo peor, en realidad, estaba por venir. Aquella misma tarde fue abucheado en el casino al que solía acudir y se refugió en su domicilio, de donde prácticamente no volvió a salir hasta su muerte. Al día siguiente se le revocó el cargo de concejal y el 14 se le despojó del birrete de rector. Los mismos catedráticos que habían pedido para él el Nobel firmaron su destitución.
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