‘Narcos’ de pacotilla
A pesar de su bella hechura, la serie de Netflix es un insulto a la inteligencia
Debo reconocerlo: algunos somos muy lentos de entendederas. Con la primera temporada de Narcos, uno se sentía superado por la belleza visual de la serie. Me explico: en las narconovelas —los culebrones dedicados al mismo asunto— no aparece esa salvaje naturaleza verde, ni siquiera los tapices de luces que sugieren las posibilidades y tentaciones de la gran ciudad. Al igual que la fotografía, la realización sitúa a Narcos en la gama alta de la narcoficción.
Y se trata de ficción, no lo duden. Aún antes de leer las acusaciones respecto al hijo de Pablo Escobar, un espectador medio informado tenía que reprimir constantemente su pasmo: “¡pero esto es una patraña! Eso no fue así. ¡No existió ese personaje!”. Simultáneamente, Narcos intenta reforzar su verosimilitud mediante los insertos de informativos, fotos, filmaciones caseras.
La primera temporada resultaba un tanto abrumadora: aún con diez capítulos, carecía de metraje suficiente para narrar una historia tan compleja como el ascenso de un paisa como Escobar a la cumbre de su negocio y a esas listas tan sospechosas de “los más ricos del mundo”. No llegamos a ser conscientes del grado de respetabilidad que adquirió: por ejemplo, hubiera resultado instructivo recoger su encuentro —protocolario, no me sean malpensados— en Madrid con un Felipe González que acababa de ganar las elecciones de 1982.
En la segunda tanda de Narcos, la narración ya no está tan comprimida. Pablo acaba de escapar de esa cárcel-balneario llamada La Catedral y se ha convertido en, como se suele decir, un muerto que camina. Así que esperábamos que se permitiera respirar a protagonistas y secundarios, explorar sus sentimientos y motivaciones. Por el contrario, lo que se revela es la trampa de la serie.
Narcos está narrada, a veces hasta el exceso, por un agente de la DEA, Steve Murphy. No por casualidad, el único individuo con derecho a introspección. Un tipo tan recto y compasivo que parece sacado de una película promocional de la Agencia. Un Clint Eastwood cuyos esfuerzos son frustrados por políticos corruptos o apocados. El subtexto: que solo la terquedad (y el dinero y la tecnología) de los estadounidenses permitió eliminar a Escobar. Y que para hacer una tortilla hay que romper huevos, preferiblemente de origen local.
Determinados policías colombianos pueden conservar la honradez pero les pierde su bestialidad. Tiene su triste gracia que unos gringos se horroricen ante la idea de practicar un interrogatorio mientras se vuela en helicóptero, cuando ese método lo descubrieron ellos en Vietnam.
La productora, Netflix, utiliza como aval de sus buenas intenciones la participación de cineastas latinoamericanos. Menos lobos, Caperucita: en una serie lo decisivo es el guión, redactado en Los Ángeles e intocable. Colombia pone las localizaciones pero Netflix ha apostado por el (indudable) talento brasileño: el concepto de realización (José Padilha, que dirige los dos primeros episodios), la canción de cabecera (Rodrigo Amarante), el compositor del score (Pedro Bromfman), el actor principal. Por cierto: Wagner Moura construye un Escobar controlado y creíble pero hay demasiados momentos que uno se tira de los pelos intentando entender lo que dice; habla en español como si estuviera comiendo las palabras y estas circularan ya por el esófago.
De acuerdo, de acuerdo: sería iluso esperar que añadieran los matices de auténticos colombianos. Con todo, Narcos hará maravillas por la carrera internacional de los implicados. Pero me ronda la cabeza ese calipso sarcástico, “Rum and Coca Cola”, que habla de que los nativos (las nativas, en realidad) están “working for the yankee dollar”.
Se supone que debemos mostrar gratitud a Netflix por invertir tantos millones en retratar a un villano latino, aparte del atrevimiento que supone obligar a los estadounidenses a leer subtítulos. Mire, no: puestos a elegir, sería preferible que hubieran concedido algo de inteligencia al espectador, al estilo de The Wire o Los Soprano. Pero, claro, esas no eran series de Netflix.
Babelia
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