Flamenco en La Carpio
La bailaora costarricense Natalia Rodríguez se sumó a los esfuerzos de voluntariado en el asentamiento de La Carpio, la mayor concentración migratoria de Centroamérica
“Me decía que iba a misa, madre, y me engañaba / Me decía que iba a misa, madre, y me engañabaaaaa”, canturrea la profesora de flamenco frente a sus alumnas en un edificio de madera en mitad de la ciudadela de origen migratorio más grande de Centroamérica. Da palmas para ayudarles a llevar los compases y hacer sonar fuertemente los tacones en el tercer piso; unas calzan zapatos donados y otra niña, la nueva, practica con zapatillas deportivas. Nunca en su vida ha visto a nadie bailar flamenco, no lo identificaría con España, nunca ha escuchado al cantante Chiquitete y mucho menos la letra de A la puerta de Toledo. Un niño mira curioso y cree que eso era tango.
Es un ejercicio de ruptura social, o parte de él. La profesora se llama Natalia Rodríguez, una bailaora costarricense que se sumó a los esfuerzos de voluntariado en el asentamiento de La Carpio, hogar de 25.000 personas (la mitad de ellas nicaragüenses) a solo nueve kilómetros del centro de San José, la mayor concentración migratoria de Centroamérica.
Al lado hay karate, dibujo, violines y las flautas de los niños que sueñan con entrar algún día en la Orquesta Sinfónica de La Carpio. Porque sí, lograron armar una orquesta sinfónica de 25 miembros salidos de estos callejones miserables de hogares hacinados y marginados en parte por su pobreza y su origen inmigratorio nicaragüense.
Ese sábado de agosto, como todos, el lugar bulle entre gritos infantiles, los acordes empecinados de los violines y los taconeos de las alumnas de Natalia. Desde una ventana se ve un guardia armado que cuida un camión con mercancías; a fin de cuentas esto sigue siendo La Carpio. En los otros costados, techos herrumbrados, casas rotas, antenas de una empresa de telecomunicaciones y, por ahí, el lote donde el Gobierno construirá, al fin, un colegio de secundaria para esta población.
De momento, los jóvenes van a clases en recintos de un centro comercial cercano fuera del asentamiento y otros asisten a las clases de educación pública abierta en este edificio de la fundación Sifais (Sistema Integral de Formación Artística para la Inclusión Social), que reúne a 200 voluntarios y casi 1.000 alumnos de sus talleres. En su edificio, en este mes, se gradúan de secundaria los primeros 12 jóvenes en la historia de La Carpio, los primeros en el cuarto de siglo que ha transcurrido desde que familias pobres invadieron estos 23 kilómetros cuadrados del Estado expropiados a una familia de alemanes en la II Guerra Mundial.
Las cosas van cambiando. Sigue habiendo algún asesinato y narcotráfico en pequeña escala, violencia doméstica y carencias por montones, pero los policías y particulares ya se atreven a entrar en este sector y eso no es poco. “Yo antes no bajaba por aquí”, cuenta la fundadora de Sifais, Maris Stella Fernández, sentada frente a un trillo en medio de chabolas a medio destruir junto a las inmundicias del riachuelo Torres. Sabe cómo van los talleres y está al tanto de cómo funciona el de flamenco. Sabe que, para crear sentido de responsabilidad, en la primera clase las chicas practican con los zapatos que traigan. En la segunda y hasta la sexta les prestan los zapatos especiales para que hagan tacón-punta, tacón-punta, y después se los pueden llevar a casa para que practiquen y se diviertan. “Los zapatos les atraen mucho. Para la mujer andar con tacones es sentirse elegante, bonita, y eso tiene mucho sentido en este lugar”, explica Natalia, hablando de lo mismo que Fernández: autoestima.
“Una se siente elegante, con pasión”, explica Belisa Charpentier, de 19 años, una de las más avanzadas de la clase. Con sus compañeras y con Natalia comparte por WhatsApp vídeos de bailaores españoles, canciones de Chiquitete, los básicos de las sevillanas… cosas de su nuevo mundo.
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