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Columna
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El cuento de lo difícil

Es una etiqueta que suele colocarse por motivos diametralmente opuestos: unos la usan para darse pisto; otros, para evitarse la molestia de pensar en algo

Javier Rodríguez Marcos

La semana pasada murió Michel Butor y hace dos se cumplió un año de la muerte de Rafael Chirbes. En ambos casos se invocó una palabra que conviene manejar con pinzas: difícil, como si leer un monólogo en segunda persona (La modificación) necesitase un máster. Butor era el superviviente de la última vanguardia con ánimo de serlo —el nouveau roman—, una corriente canonizada con el Nobel de 1985 a Claude Simon justo cuando el péndulo literario empezaba a olvidarse de una de las grandes lecciones del siglo XX —la síntesis entre narrativa, poesía y ensayo— y las novelas volvían a llenarse de marquesas a las cinco de la tarde y detectives a las cinco de la mañana. Los experimentos, con gaseosa. Chirbes, mientras, no dejó de disparar con fuego real, por eso algunos dicen que su estilo se fue complicando. Hay que decir que es falso. La complicación de En la orilla o Crematorio—dignamente domesticada para la televisión— reside en el uso de varias voces que completan la historia desde diferentes puntos de vista. Seguirla no requiere más que atención y paciencia. Más difícil era programar el vídeo.

Difícil es una etiqueta que suele colocarse por motivos diametralmente opuestos: unos la usan para darse pisto; otros, para evitarse la molestia de pensar en algo. Los primeros son los que dicen de un novelista que es escritor para escritores (Thomas Bernhard) o de otro que es hermético (Beckett), confundiendo relatos con latas de sardinas. Lo que quieren decirnos es que ellos, al contrario que usted, están en la pomada. Cuando tú vas a Céline, otro falso difícil, yo vengo. Luego están los que afirman que hay libros que se leen como una novela. Y lo afirman, me temo, como un elogio. Lo que quieren decir es que leerlos no necesita esfuerzo. Muy bien, no hace falta recrearse en el sacrificio. La vista desde la Torre Eiffel no cambia si subes en ascensor en lugar de hacerlo por las escaleras, pero en ocasiones lo de menos es el final del libro.

Sabemos que si una obra es demasiado imprevisible produce frustración lo mismo que si es excesivamente previsible produce aburrimiento. Es lo que va de ciertas piezas de música contemporánea a una canción de Melendi, pero lo que ha sido concebido por una mente humana puede ser descifrado por otra. Ya conocen la definición clásica de Northrop Frye: una obra maestra es aquella cuya visión del mundo es más amplia que la del mejor de sus lectores. A veces nos cuesta reconocer que no estamos entre los mejores, por eso despachamos un libro diciendo que es difícil.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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