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Columna
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El síndrome Foster Wallace

Pese a su falta de glamour, el reportaje que escribió DFW para 'Harper's' sobre su experiencia en un crucero, es uno de los grandes relatos de viaje de la literatura contemporánea

Javier Rodríguez Marcos

¿A qué hora es el snack de medianoche? ¿Para bucear hay que mojarse? ¿Toda la tripulación duerme en el barco? Este es el tipo de preguntas que escuchó David Foster Wallace en el mostrador de información del crucero al que le envió en 1995 la revista Harper’s, que a cambio recibió una crónica titulada Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer. Se trataba de pasar una semana navegando por el Caribe en un barco tan limpio que parecía recién hervido y en ese tiempo el novelista quedó tercero en el concurso de piernas masculinas, regateó por baratijas con niños desnutridos y comprobó que el dinero mezclado con el mal gusto produce estragos. Finalmente, dio con la fórmula que hace que en un crucero te lo pases “de muerte”: una mezcla de “relajación y estimulación, indulgencia tranquila y turismo frenético, servilismo y condescendencia”.

Pese a su falta de glamour —o justamente por ella—, el de DFW es uno de los grandes relatos de viaje de la literatura contemporánea. Siempre es más pintoresca la peripecia de alguien que camina solo y con poco equipaje como quería Bruce Chatwin, pero si tuvieras que explicarle a un extraterrestre cómo viaja la mayoría de los terrícolas, ignorar el turismo sería postureo. ¡Si hasta en Marte, que tanto se parece a Almería, te cruzas con Matt Damon!

La verdadera prueba de civilización es el viaje en grupo. Ponerse de acuerdo para elegir Gobierno no es nada al lado de elegir excursión. Consciente de ello, Stendhal viajó solo a Italia, pero a la hora de escribir sus libros se inventó un grupo en el que siempre hay alguien que se queja de que el mar es demasiado azul. Eso sí, en agosto de 1827 también se inventó un código que merecería ser verdadero: cuando alguien de la expedición se coloca un alfiler en la ropa se le considera invisible y nadie le dirige la palabra. Es el único artículo de su “constitución” y gracias a él, dice, esperan volver a Francia tan amigos como al salir.

Ni que decir tiene que uno lee los Paseos por Roma incluyéndose entre los happy few, desdeñando a la masa y olvidando que de aquel grand tour nació nuestro turismo. Por un momento incluso te preguntas si este abotargamiento será la digestión o el síndrome de Stendhal. Pero luego repasas tu árbol genealógico y reparas en que en 1827 el Rodríguez de turno estaría cargándole el baúl al genio de La Cartuja de Parma o vendiéndole baratijas en Campo dei Fiori. Sales entonces de tu ensoñación, calibras las posibilidades de tus piernas en un concurso y te preguntas a qué hora servirán ese mítico snack de medianoche.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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