¿Por qué nos estresan las vacaciones?
El receso estival plantea un buen número de desafíos, que si son mal conducidos pueden multiplicar el agotamiento
En su cuento Tres hombres en un bote, J. K. Jerome hacía en 1889 la siguiente reflexión: “La gente suele hacer grandes planes para cuando estén en la playa, pero se bañan muy poco cuando finalmente llegan ahí”. Casi 130 años después, esta aseveración sigue vigente, ya que nos pasamos el año diseñando nuestras vacaciones, reservando vuelos y alojamientos con enorme antelación para, llegado el momento, aumentar incluso el estrés de los días laborables.
Cambiando una clase de agotamiento por otro, nos encontramos de repente en un tour infernal que nos obliga a madrugar y sudar la gota gorda durante el día o, si hemos optado por un destino fijo, nos enfrentamos al desafío de convivir con la familia que apenas hemos visto durante 11 meses.
No es casual que sea justo después de vacaciones cuando se llenan las consultas de los psicólogos y los abogados expertos en divorcios. ¿Qué ha sucedido? Aquel oasis de tiempo libre, anhelado durante todo el año, se ha convertido en una trampa mortal.
Además de compartir un mismo espacio de forma intensiva, el estrés vacacional se refuerza con el cambio de hábitos que nos aportan equilibrio durante el año. Las horas de sueño son diferentes, como lo son las camas, y la excitación ante la novedad hace que nos cueste descansar bien. También consumimos más alcohol y es fácil que cometamos más excesos con la comida. El resultado es un estado de fatiga permanente que pone los nervios a flor de piel y baja el umbral de tolerancia. En muchos casos, esto deriva en estallidos de mal humor y discusiones por cualquier pequeñez. Si esto sucede en los primeros días del mes de “descanso”, nos puede embargar una vertiginosa desesperación. La investigadora social Anna Greenberg señala que el estrés vacacional tiene especial impacto en las mujeres, que siguen asumiendo más tareas familiares que los hombres. Si, además, sus ingresos son medios o bajos, a la presión de mantener “el hogar” en un entorno desconocido se suman las preocupaciones económicas. Tratando de olvidar los padecimientos de todo un año, paradójicamente muchas familias deciden tirar la casa por la ventana para, a su regreso, encontrarse con unas deudas aún mayores.
El estado de fatiga permanente pone los nervios a flor de piel y baja el umbral de la tolerancia
Los profesionales liberales con buenos ingresos se enfrentan a un estrés diferente. Ante la imposibilidad de desconectar totalmente del trabajo, se ven obligados a “resolver marrones” sin los medios necesarios, a veces a gran distancia y bajo otros husos horarios, con lo que las horas de tensión al teléfono o en el correo electrónico están aseguradas.
Si ese es el panorama, ¿vale la pena hacer vacaciones? Sí, pero tomando una serie de medidas. Ken Duckworth, psiquiatra y profesor de Harvard, propone que apliquemos cuatro prohibiciones para no convertir el descanso anual en un fiasco:
1. No mantener lo que va mal. Si una reunión familiar se está crispando, lo mejor es salir a airearse para romper la inercia negativa.
2. No esperar milagros. El supuesto relax de las vacaciones no es la panacea para resolver problemas —por ejemplo, una mala comunicación de pareja— de todo el año.
3. No excedernos. Descontrolarse con la bebida, la comida o las horas de sueño para liberarse de la tensión acumulada solo sirve para propiciar otro tipo de fatiga que no facilita la recuperación.
4. No compararnos con otros. Tendemos a idealizar cómo viven y descansan las “familias perfectas”, pero no existe tal cosa. Sin duda también éstas padecen estrés vacacional.
Las vacaciones perfectas serán aquellas sin expectativas ni agendas que nos estresen de antemano. Como decía Lao-Tse hace dos milenios y medio: “Un buen viajero no tiene planes fijos ni tampoco la intención de llegar”.
Francesc Miralles es escritor y periodista especializado en psicología.
Babelia
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