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60 ANIVERSARIO

Vida y misterio del mejor tablao flamenco

El ‘Corral de la Morería’ cumple hoy 60 años de existencia. Su combinación de alta gastronomía y flamenco atrae todas las noches a nacionales y extranjeros. Quien no lo conoce, no conoce España.

El tablao en el que han debutado y se han consolidado las principales estrellas del flamenco, es un vetusto bloque de hormigón sostenido por unas vigas de acero. Tiene encima una gruesa cama de goma y, sobre ella, descansan unas tablas que hay que cambiar por lo menos cada mes. No es un simple escenario. Está diseñado como instrumento de percusión que amplifica la intensidad de quienes zapatean encima. En torno a él hay una sucesión de mesas y sillas en las que todas las noches, desde hace 60 años, y de un tiempo para acá en dos turnos, un centenar de personas disfrutan la combinación de una cena exquisita y un espectáculo del mejor cante, toque y baile.

Una somera revisión de la lista de quienes han pisado este tablao revela su nivel: Antonio Gades, Paco de Lucía, La Fernanda y La Bernarda, Lucero Tena, La Chunga, El Cigala… En 60 años, todos han pasado por aquí. “Mi marido supo armar el mejor elenco del mundo”, afirma Blanca del Rey.

Junto al Viaducto de Madrid, el Corral de la Morería acoge a nacionales y extranjeros en donde antes sólo había vacas. Su fundador, Manuel del Rey, se fijó en este sitio de muros altos y anchos el día que se propuso tener su propio negocio. Había nacido y crecido en una familia de emprendedores hosteleros. Sus abuelos hicieron de Casa Camorra uno de los restaurantes más emblemáticos de la capital española en el ocaso del siglo XIX y sus padres habían hecho famosas las paellas de Riscal. Así que, quizá por superar esas hazañas, al hombre que se convertiría en anfitrión de estrellas de cine, se le ocurrió juntar gastronomía y entretenimiento. “¿La gente comiendo mientras tiene enfrente un espectáculo? ¡Imposible, hijo mío!”, le dijo su padre. Pero pudo más el entusiasmo del hijo y no tardaron en ir juntos a ver la vaquería que poco después sería uno de los epicentros de las noches madrileñas. Enseguida le encomendaron las reformas del lugar a un arquitecto italiano, su hermano trajo algunas antigüedades para reforzar la decoración, le encargaron al pintor Juan Barba un gran cuadro que presidiera el tablao (y toda la sala), contrataron a un jefe de cocina que preparara un menú afrancesado, a media docena de camareros elegantes, a un cuadro flamenco y le abrieron la puerta al público la noche del 20 de mayo de 1956.

De esta manera, el olor a estiércol fue remplazado por aromas de perfumes caros y vinos selectos y los mugidos de las vacas sustituidos por el quejío bravío del flamenco. El arte y la alegría se habían colado en la España oscura de entonces y, sin embargo, la afluencia de gente era más bien escasa. Por eso Manuel del Rey, al que ya traban de Don, decidió traer a Pastora Imperio, una artista sevillana que se había hecho madura en los teatros de toda España y Latinoamérica y en los platós cinematográficos. “En ese entonces ella ya estaba medio retirada y, al principio, puso muchos pretextos: que si un pianillo, que si un camerino. Hubo que insistirle y al final dijo: ‘bueno, pero con dos condiciones: quiero todos los días mil pesetas y mi cena a la carta.’ Como Pastora estaba muy bien relacionada con la alta sociedad, iba a atraer a todo el mundo. Así que había que aceptar lo que pidiera. Y funcionó. Con su debut, el Corral de la Morería comenzó su ascenso imparable”, cuenta Juan Manuel del Rey, sucesor de su padre, fallecido en 2006, al frente de este emblemático establecimiento.

Con sus mejores atuendos, los principales personajes del mundillo de la farándula y la política llegaban todas las noches para dejarse ver. Los fotógrafos y reporteros de sociedad también comenzaron a ir. Las estrellas de Hollywood que pasaban por España o venían a filmar aquí sus películas aparecían por sorpresa. Y daban la nota. Una noche, por ejemplo, Ava Gardner estaba viendo el espectáculo cuando, de pronto, un hombre que apuraba un whisky en la barra le clavó la mirada y la llamó con el dedo índice. La actriz fue hasta él y casi al instante los dos comenzaron a discutir. Antes de irse, él le dio una bofetada a ella. Ese hombre era Frank Sinatra, quizá molesto por los rumores que relacionaban al “animal más bello del mundo” con el torero Luis Miguel Dominguín.

De las visitas de las grandes luminarias al Corral de la Morería dan fe un montón de instantáneas, algunas de ellas colgadas en el recibidor del lugar. Ahí están, en blanco y negro o a color, sonrientes o incluso bailando, Raquel Welch, Gina Lollobrigida, Jack Lemon, Federico Fellini, Lana Turner, Omar Shariff, Rock Hudson, Jude Law, Claudia Cardinale, Cantinflas, Marlon Brando, Liza Minelli, Harrison Ford, James Cameron, Mariah Carey, Natalie Portman, Benicio del Toro, Demi Moore, Sarah Jessica Parker, Hugh Grant, Jennifer Aniston… Quien no conoce el Corral de la Morería no conoce España, parecen decir todos y cada uno de ellos.

Una década antes de que se inaugurara el que hoy es considerado “el mejor tablao flamenco del mundo” según el Festival Internacional de Las Minas, en Córdoba había nacido Blanca Ávila Molina, una niña que se quedó huérfana de padre a los tres años, edad en la que comenzó a ir a Radio Chupete, el programa infantil de la EAJ24, Radio Córdoba, para cantar y bailar. “Había un teatrito y la gente llevaba a los niños, a ver qué hacían: uno se subía al escenario, otro lloraba, aquel se bajaba, la otra cantaba… ¡aquello era un espectáculo! Ponían Ay tani, mi tani y yo bailaba. Mi madre vio en mi tal facilidad para el baile que me estimulaba. Y como no podía llevarme a Sevilla a estudiar danza y en Córdoba no había academias, pues… así había que empezar. Por eso digo que yo soy tierra de secano, ¿sabes? No soy tierra de regadío. Y creo que aprendía por ósmosis. Decía Maurcie Béjart que mientras en Europa el arte se cuelga en las paredes, en Andalucía se vive en las calles. Y es verdad: en todas las fiestas, ferias, bautizos, romerías, ¡a bailar! Es una formación natural, ¿no?”, dice la bailaora que creció en una pensión.

“Mi madre tenía la pensión en la calle de La Plata, de Córdoba, que es donde yo nací. Ahí se ponía una coja con un pianillo a tocar. Y yo me ponía llorar si no me llevaban a bailar a donde se ponía la coja con su pianillo. Entonces bajaba y la coja se entusiasmaba. Detrás de la pensión había un café cantante, que se llamaba El Bolero. Y mi madre le alquilaba una habitación a la cantante principal de ese café. Entonces, muchas veces, yo me iba con la cantante a ver cómo se arreglaba y luego, si se podía, iba al café y, en un descanso de los artistas, me ponía a bailar. Bueno, pues como no podía ir a una academia, me apunté a los Coros y Danzas de España, una organización que había creado Franco para enseñar y conservar nuestro folclor. Era lo que había. Pero, ¿sabes?, no poder ir a una academia a Sevilla tuvo una ventaja: haber aprendido libremente, sin cuadricularme”, afirma la mujer que ha recibido, entre otros galardones, el Premio Nacional de Flamenco, y es una fuente inagotable de anécdotas.

Gracias a que formaba parte de los Coros y Danzas de España, a los 12 años pudo debutar en el tablao cordobés llamado El Zoco. “¿Qué habré bailado ese día? No me acuerdo. Porque en esa época los que bailábamos no contábamos prácticamente para nada. Había que estar atento: a ver qué va a cantar el maestro. Y el maestro decía: voy a cantar por serranas, un cante de origen campesino. Y tú decías: ¡pero sí yo no he bailado serranas en mi vida! Ay, qué angustia. Uno escuchaba y decía, con la boca seca, sudando: esto es como una seguiriya. Y comenzaba a mover las manos y a bailar como si fuera una seguiriya. Así hasta que me familiaricé con la serrana, que es más lenta. Uno tenía que estar atento a los tiempos, a ver dónde caía el compás. Todo era una mezcla de triunfo y sufrimiento. La mía fue una escuela dura, pero fue la mejor escuela que pude tener.”

Dos años después de aquel debut en El Zoco, un empresario madrileño la vio bailar y le propuso irse a Madrid. “Mi madre y yo dijimos que sí al instante porque eso significaba consolidar mi carrera”, puntualiza. Madre e hija hicieron las maletas y Blanca La Platera, su nombre artístico en aquel momento, se presentó ante la gente que iba a las Cuevas de Nemesio. Para entonces, Manuel del Rey ya estaba enterado de la existencia de esta joven promesa del baile. “Un pintor que se llama Ginés Liébana le había hablado de mí: ‘hay una niña de Córdoba que tienes que traer al Corral de la Morería, Manuel,’ le decía. Pero como yo estaba muy pequeña… don Manuel no se animaba. Cuando se enteró de que estaba aquí, bailando en la competencia, en las Cuevas de Nemesio, dijo: ‘¡ay, cómo es posible, tráiganme a esa muchachita!’”, recuerda Blanca, quien dice haberse emocionado mucho al entrar por primera vez al tablao más codiciado por el público y los artistas. “¡Mi madre y yo entramos en el templo! Fue maravilloso ver por dentro el Corral de la Morería. Nos sentamos a hablar con él: ‘pero señora, ¿cómo ha permitido que la niña se presente en las Cuevas de Nemesio antes que aquí?’ Y ella: ‘pues como usted no nos llamaba…’ Dijo él: ‘pues digan allá que se tienen que ir a Córdoba porque ha fallecido un familiar. Ustedes no se van, claro: se quedan aquí y las mantengo durante una semana.’ Entonces fue mi madre a las Cuevas de Nemesio: ‘mire, es que se ha muerto un familiar y nos tenemos que ir a Córdoba…’ y no sé qué.”

Pasada aquella semana de “despiste”, Blanca se subió al tablao que sería el escenario principal del resto de su carrera y casi enseguida dejó de llamarse Blanca La Platera, para ser Blanca del Rey. “Manuel me dijo que necesitaba un nombre más redondo: ‘¿qué te parece si llevas mi apellido? Porque Blanca Ávila, pues… ya está María de Ávila, la famosa bailarina clásica. Pero Blanca del Rey suena bien.’ Yo acepté. Pero mi actuación no llegaba a las 12 de la noche, ¿eh? Porque era menor de edad. Cuando se enteraron en las Cuevas de Nemesio que yo estaba aquí, pusieron la voz en grito y llegó uno y dijo: ‘¡esta niña tiene un contrato en blanco con nosotros!’ Y le dice Manuel: ‘¿una niña con un contrato en blanco? ¿Usted no sabe que eso es denunciable? ¿Y lo firmó la madre o lo firmó la niña?’ La niña. ‘Ah, entonces no sirve de nada.’ Y lo echó”, recuerda ahora, con una risa pícara, la mujer que fue elegida por Maurice Béjart para protagonizar Carte Blanche en el Festival Internacional de Danza de 2001, en Génova (Italia).

No se sabe el momento extracto en el que entre Blanca y don Manuel surgió el amor, pero un día, cuando ella tenía 16 años, él tomó la iniciativa y confesó que le gustaba “la niña.” “Habló con mi madre. Dijo: ‘usted va a estar con nosotros siempre y los tres vamos a salir.’ Entonces, los tres íbamos al cine. Él quería casarse cuanto antes, pero hubiéramos tenido que hacer mucho papeleo. Bueno, aún así tuvimos que hacer algo de papeleo. Porque me casé a los 20, y entonces la mayoría de edad era a los 21.”

—¿Y cómo fue la boda?

—A la iglesia fueron los artistas que se presentaban en el Corral y al final de la misa todos bailaron ahí, ante el asombro del sacerdote. No hicimos fiesta porque hacía dos meses que se había muerto un tío de mi marido y estábamos de luto, porque entonces los lutos eran muy en serio, ¿eh? Pero toda la familia nos fuimos a cenar a un sitio de mariscos muy selecto que había en la Gran Vía, llamado Bajamar. Y la noche de bodas la pasamos en un hotel del Paseo de la Castellana. Recuerdo que, al despedirme de mi madre, yo lloraba y lloraba.

—¿En esa época, la diferencia de edad entre ustedes dos no fue un obstáculo para casarse?

—Sí, sí. Él me llevaba varios años y desde el principio hubo mucha oposición por parte de mi familia. Por parte de mi madre, sobre todo. Porque, además, yo renuncié a muchos contratos importantes de cine que me ofrecía una productora americana. Mi madre decía: ‘¡es que renuncias a lo más importante, hija mía: ser tú misma!’ Mi madre era muy cordobesa, sí. Pero yo lo adoraba a él.

Por amor, Blanca no sólo renunció al cine sino también a bailar. Pasó diez años sin subirse al tablao. “Es que eran unos años en los que las mujeres teníamos que estar en casa. España estaba retrasada respecto al resto de Europa. Estábamos en una burbuja hermética. Y, claro, al hombre le costó trabajo admitir que la mujer tenía derecho a desarrollarse profesionalmente. Manuel me había dicho: ‘si te casas conmigo, el baile fuera.’ Me lo dijo a mí y se lo dijo a mi madre. Por eso mi madre tampoco quería que me casara. Pero yo acepté porque estaba súper enamoradísima.”

Dice Blanca del Rey que no se arrepiente de esa década “apartada” del arte. Porque tuvo y crió a sus hijos, Juan Manuel y Armando. Pero llegó el día en que para poder seguir viva tuvo que volver a bailar. “El cuerpo me lo pedía. Tenía una depresión camuflada, una anemia emocional. ¡Lo que es la mente! Me ponía triste y me ponía mala y me entró un cansancio que me asfixiaba cuando daba un paseo y me ahogaba. Claro, como yo sabía que no podía ni siquiera plantear el hecho de volver a bailar… En fin: todo eso estaba contenido. Fui a un psicólogo y dijo: ‘lo que Blanca necesita es bailar.’ Y convenció a mi marido.” Pero su regreso al tablao no fue total y permanente. “La cosa fue despacio. Fui rompiendo cascarones, como las matrioskas rusas. Al principio fue: ‘se va Lucero Tena una semana, que baile Blanca.’ Y yo, sin preparación ni nada, salía arriba. Y el médico le decía a Manuel: ‘mira la enferma, Manolo’ [ríe] La decisión con la que salí totalmente del cascaron fue cuando decidí hacer el programa de danza de La 2 (TVE). Eso sí, yo le dije a mi marido: ‘si hago este programa, me tengo que preparar. Y cuando yo me prepare a fondo, ya no daré un paso atrás. Y no es que te lo esté consultando, te lo estoy informando.’ Y así fue. Me preparé, hice el programa, volví a bailar y hasta formé mi propia compañía.”

Blanca del Rey cuenta todo esto con el pelo bien recogido, los ojos bien delineados, el pantalón y la chaqueta muy negros, la blusa muy blanca, la sonrisa estampada en el rostro y la generosidad desbordada. Está sentada en el Salón Gastronómico del Corral de la Morería, un espacio exclusivo de paredes de ladrillo rojo, donde sólo caben cuatro mesas, y que antes era el piso de la portera del edificio. Sobre la mesa de mantel negro desfilan algunos de los mejores platos que ofrece la carta de este lugar. Se trata de manjares como una lubina salvaje con espuma de albahaca, un bacalao con salsa de callos, un meloso de ternera, cocinado durante tres días a baja temperatura y que por eso tiene que comerse con cuchara, y un huerto cordobés, con “tierra” de aceitunas negras, base de salmorejo y mini verduritas de temporada, creado por Salvador Brugués (descubridor de la cocina al vacío). Todo maridado con vinos de Jerez, seleccionados por Juan Manuel del Rey, que con el paso del tiempo se ha convertido en todo un enólogo. Sirve, por ejemplo, el moscatel más viejo del mundo. Y lo hace después de haber recurrido en dos o tres ocasiones a un Coravin (un gadget que permite servir el vino sin abrir la botella, gracias a una fina aguja que atraviesa el corcho). “¡La sacas y no se ha abierto!”, dice Juan Manuel para rematar el impacto que produce “el mágico y sorprendente cacharro.”

Madre e hijo comen, beben y conversan con sus interlocutores rodeados por unas amplias fotos que cuelgan de las paredes. En el fondo negro de un escenario, aparece retratada Blanca del Rey el día que bailó por última vez su coreografía más representativa: la Soleá del Mantón, una especie de lamento flamenco, cuya poesía sonora y de movimiento sacude las emociones. Un mantón bordado y de densos flecos gira y vuela y acaricia y abraza a la bailaora, bajo el ritmo de las guitarras, las palmas y el cante jondo. Ese mantón, bien manipulado por las manos de Blanca —con una mezcla de cariño y coraje—, es capa, es vestido, es capote, es cobija y es ella, al fundirse con él, mientras atraviesa distintos estados de ánimo —de la angustia a la alegría, pasando por la pasión y el desenfreno—. Baila Blanca y con sus quiebros y acentos zapateados convierte la catástrofe en belleza. ¿Cómo no acabar con el corazón a punto de salirse del pecho?

“Pero todo surgió improvisando, ¿eh?”, cuenta la mujer que en 2006 obtuvo el Premio Santo Tomás de Aquino (el máximo galardón para un los flamencólogos). “Porque las creaciones: o las elaboras mucho o salen de forma espontanea y alguien se da cuenta. Estábamos ensayando mi vuelta a los escenarios, en el año 80. Termino de bailar una caña, me quito la bata de cola y me quedo con vestido corto para empezar a ensayar las alegrías. En eso, viene mi madre con un regalo que me había hecho el tío de mi marido, un mantón antiguo, blanco y negro, que ahora está hecho girones y guardado, como pionero que fue. En ese momento los músicos habían empezado a tocar una soleá. Yo cogí el mantón y, de repente, me puse a bailar con él. Empiezo a hacer varios movimientos y, cuando acaba la canción, me dice mi marido, que estaba sentado viéndonos: ‘¿has visto lo que has hecho?’ Y yo: ‘no, ¿qué?’ Y él: ‘¡lo que has hecho con el mantón! Eso lo tienes que poner en el espectáculo. Y si no lo pones era una cobarde.’ ¡Uy!, mira que decirme eso a mí… Hice una pequeña estructura y lo presenté. La verdad, me daba pánico que el mantón se me enganchara. Como un año después, me dice mi marido: ‘bueno, ya ha pasado mucho tiempo, tienes que desarrollar eso que creaste.’ Y lo pensé más y lo trabajé y poco a poco fue creciendo. Porque hace falta mucha sensibilidad para coger, mover y soltar el mantón con los dedos de las manos.”

Hace falta, también, mucha sensibilidad para seleccionar a los artistas que se presentan en el Corral de la Morería. Dice Blanca del Rey, su directora artística: “me fijo mucho en la actitud, en la técnica del baile. Es que yo ya, a mi edad, veo muchas cosas. Sólo al ver su actitud, ya sé cómo respira. Si es un arrogante, no me interesa. Los arrogantes se quedan a mitad de cocción. La arrogancia te lleva a la ignorancia de ti mismo, que es lo más triste. Yo no quiero trabajadores del arte, yo quiero artistas. De esta manera llegan aquí los mejores.” En efecto, una somera revisión de la lista de quienes han pisado este tablao revela su nivel: Antonio Gades, Paco de Lucía, La Fernanda y La Bernarda, Lucero Tena, La Chunga, El Cigala… En 60 años, todos han pasado por aquí. “Mi marido supo armar el mejor elenco del mundo”, apostilla.

Manuel del Rey era gato y de derechas. “Totalmente gato: de bisabuelos, abuelos y padres madrileños. Su bisabuelo tenía el antiguo restaurante de la cuesta de las Perdices, La pérgola, a donde iba Alfonso XIII a comer. Y el abuelo tenía sus famosas paellas del Riscal. Mira: Manuel era de derechas. Pero no muy. Era muy inteligente para ser muy de derechas. Él, de Blas Piñar, nada, ¿eh? Digamos que él pensaba que la derecha tenía muchas cosas buenas. Pero aquí recibía muy bien a los comunistas o socialistas. Tito Fernández o Paco Rabal, que eran de izquierdas, eran sus amigos. Aquí venían Rosales, Alberti, Picasso. En fin. Pero lo más importante de Manuel era su espíritu joven. Era un hombre muy elegante. Él mismo se diseñaba varios de sus trajes. Tenía la solapa distinta a todo el mundo. Tenía más de 2000 corbatas y algunas también las diseñaba él. Se murió a los 84. Pero no los representaba. Fue todo para mí. Me dio dos hijos maravillosos y él era muy especial y seguiré casada con él toda mi vida. Es el único hombre de mi vida. Porque existen los amores para toda la vida, no lo dudes”, dice con los ojos humedecidos por los recuerdos y los sentimientos.

Cuando uno cruza la antigua y angosta puerta del Corral de la Morería, la vista se topa con una dorada y voluminosa máquina registradora, que está en medio de una mesa color marrón del siglo XVII. Las fotos de famosos que han pasado aquí, colgadas en la pared, se cambian de vez en cuando. Entre los más recientes están Sara Carbonero e Iker Casillas y Justin Bieber, quien vino hace casi tres años. “Fue uno de los días más complicados: tuvieron que venir los antidisturbios, porque vinieron muchos fans y a él lo tuvimos que sacar por el portal, porque no le podíamos sacar por la puerta principal”, recuerda Juan Manuel del Rey.

En el salón principal hay un cuadro, cerca de una ventana, en el que está atrapada una estampa de los comensales vestidos de gala que se podían ver en “las noches legendarias” los primeros años del tablao. En todas las demás paredes también hay cuadros: de toreros, sobre todo. Las sillas de madera (“de estilo castellano”) tienen las iniciales CDLM en el respaldo. Pasando la barra, en un extremo del interior de la cocina, una escalera da al sótano. Ahí se encuentran los camerinos de los artistas y un estudio para los ensayos.

El cuadro del tablao se llama Pelando la pava y dice Blanca del Rey que “es el último gran clásico.” Lo pintó Juan Barba y tiene guiños a Goya, a Velázquez y a Zurbarán y en los 60 años del Corral no ha necesitado ningún retoque. “Mi padre le dijo al pintor: ‘Juan, me gustaría que me pintaras un cuadro con motivos flamencos para el Corral.’ Juan le dijo: ‘vale, si quieres yo te pinto un cuadro, pero te voy a pintar lo que me dé la gana’”, cuenta Juan Manuel, quien resalta el sonido y la iluminación de este espacio. “Todo es como lo que hay en un teatro. El sonido es muy sutil, un apoyo al sonido natural. Lo cual es complicado porque, en un pequeño espacio se mezcla la voz, los monitores de los artistas y el público. Pero aquí hay una buena acústica. El escenario está por encima de las mesas y el sonido viaja por todo el salón sin barreras.”

La noche en que Blanca y Juan Manuel recibieron a EL PAÍS en la que fue la casa de las vacas y hoy es un templo sagrado del flamenco, el espectáculo corrió a cargo de Juan Andrés Maya y Alba Heredia al baile; Amparo Heredia, Pepe Jiménez “El Bocadillo”, Antonio Ingueta y Pedro Jiménez “Perrete” al cante; y Basilio García y Juan Jiménez a la guitarra. La anfitriona subió al escenario y presentó a este grupo de artistas como “un reducto de pureza”, un conjunto de talentos “que evoluciona sin perder la esencia.” Juan Andrés bailó con la enjundia de un toro. A veces bravío, a veces herido, siempre con furia creativa. “Es que baila con el alma, al ritmo de su corazón”, arguyó Blanca del Rey mientras lo veía, mezclada entre el público. Al final, la bailaora que debutó aquí a los 14 años volvió a subir al tablao. Estaba emocionada —como todos los allí presentes, que parecían tener el alma inflamada—, cogió el micrófono de nuevo, resaltó la importancia del flamenco, “que es un desconocido para muchos, sobre todo para los españoles, que es lo más triste”, y entonces ella, que oficialmente ya está retirada, se puso a bailar con Juan Andrés, como poseída por la magia del momento.

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