La magia redentora de Juan Rulfo
En 1966, Sergio Pitol, que trabajaba como diplomático en Europa del Este, escribió el prólogo para la traducción polaca de 'Pedro Páramo'. Medio siglo después, aquella lectura ve la luz en español
La novela Pedro Páramo, del joven autor Juan Rulfo, apenas a diez años de su aparición es considerada ya una obra clásica de la narrativa contemporánea mexicana y disfruta de un renombre que sobrepasa ampliamente las fronteras de los territorios de lengua española en América. Hoy día, apaciguados ya los ecos de las polémicas que suscitó su publicación, esta novela se considera un hito en la creación literaria de México, que finaliza el periodo de la literatura dedicada a la problemática del indigenismo e inaugura una nueva época. El mundo que nos presenta Juan Rulfo, cuya peculiaridad se debe al modo en que el propio autor lo moldea, es el mundo de un ser casi desconocido que vive al margen de la civilización, excluido de la sociedad moderna; un hombre a quien vemos a diario, pero del que únicamente sabemos lo que nos dicen los tratados sociológicos; un hombre cuyas costumbres y vida son investigadas y descritas por los antropólogos: el indio mexicano. En la literatura, este hombre aparece siempre ante nosotros como un personaje acartonado que actúa en la escenografía artificial llena de trucos de un folklore de paja, ya que se intentaba hacer de él un guía y un símbolo de una determinada problemática social o política todavía no abarcada por el universo. En las obras del primer periodo posrevolucionario, la vida cotidiana de este hombre, y el significado de ésta, estaban cancelados o falseados, ya que se intentaba hacerlos encajar dentro de un marco artificialmente realista. Y el mundo de Juan Rulfo, ese que el autor despliega ante nosotros en el volumen de cuentos El Llano en llamas y en la novela Pedro Páramo, se nos ofrece dotado de la realidad de la poesía. Rulfo no intenta entender o, menos aún, explicar la psicología de sus protagonistas; tan sólo la describe, recupera a hurtadillas algunos momentos fugitivos, atrapa fragmentos de diálogos, presenta todo este mundo sirviéndose de los elementos que solamente él conoce a fondo.
El pasaje fue pensado como un capítulo sobre el caciquismo en el que se vislumbraría un retrato del dueño de Comala
Y no se trata solamente de una dicción cargada de potencialidad visual que el autor reproduce minuciosamente y labra de modo tal que, dentro de una irrealidad estilística, todo se vuelve real en los registros de la escritura, sino también de los rasgos más generales, más abstractos que determinan estas elementales formas de vida: la magia, las alucinaciones, los rituales antiguos que empiezan a revivir dentro de los personajes; la espiritualidad remota, arraigada secretamente en los rincones más ocultos del espíritu, se vislumbra de repente transformada en mitos, fantasmagorías y visiones espectrales. Se crea entonces una zona intermedia entre el “ser” y el “no ser”, en la cual se mueven estos personajes atormentados por sus manías y obsesiones, siempre poderosas como los elementos del universo: los hombres “labrados” de modo uniforme, ávidos de sangre, atormentados por el ansia de poseer ya sea una mujer, ya sea una tierra; por la obsesión de la soledad o por la llaga de un viejo rencor nunca cicatrizado. Sobre todo por eso, por el rencor... “¿Conoce usted a Pedro Páramo?” –pregunta uno de sus hijos. “Un rencor vivo” –responde el otro. “Es, según yo sé, la pura maldad” –constata algún tercero-. Inicialmente, Juan Rulfo deseaba escribir una novela extensa sobre las regiones del oeste –el estado de Jalisco– de la que Pedro Páramo sería tan sólo un fragmento. Ese pasaje fue pensado como un capítulo dedicado al caciquismo, en el que, a través de las voces fragmentadas que lo habían conocido, se vislumbraría un retrato del dueño y soberano de Comala. Luego fue creciendo, se tornó más compacto y denso, hasta que se convirtió en la novela toda. Su trama es bastante simple: Juan Preciado, a petición de su madre, expresada por ésta en su lecho de muerte, llega a Comala para conocer a su padre, quien los ha suprimido de su memoria: “El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”.
Una vez que ha llegado, ve el pueblo en escombros, abandonado por todos, ya que sus habitantes han emigrado o muerto. A medida que Juan Preciado deambula por las calles y reconoce los lugares tantas veces descritos por su madre –“Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia, entre retazos de suspiros. [...] Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver”– empieza a oír voces, murmullos, ruidos, cantos remotos, llantos, ecos del pasado que progresivamente revelan las escenas de las violaciones, robos, relaciones incestuosas, engaños y abusos hasta que el narrador muere de espanto en los brazos de una vieja limosnera con la que lo habían sepultado en la fosa común, y allí, unido para siempre con la tierra, con esa tierra de Comala donde incluso “las frutas más dulces, naranjas y ciruelas tienen un sabor ácido”, llega a conocer la historia de Pedro Páramo, un señor feudal que ejerce el poder con un látigo y mediante la violación: el cacique de esta tierra. Su historia es a la vez la historia colectiva de un pueblo subyugado por un señor que somete todo bajo su mando.
En Comala la vida gira alrededor de dos ejes, dos polos que organizan las pasiones y rigen la existencia de los habitantes del pueblo: el cacique y el cura. Ambos de igual modo violentos, duros, desprovistos de escrúpulos, parecen sintetizar en sí mismos el vacío, la esterilidad, el marasmo del espíritu de los habitantes del pueblo, por lo que su sufrimiento se torna aún más doloroso.
El autor no intenta entender o, menos aún, explicar la psicología de sus protagonistas: tan solo describe
Y es que Pedro Páramo (tan sólo su nombre significa una tierra reseca, un desierto estéril), al igual que el Henry Sutpen de Faulkner, dedicó su vida entera a crear un patrimonio, a acumular el poder absoluto que subyuga bajo su mando a toda la comarca. Actúa cautelosamente en el momento en que el ejército revolucionario se acerca a Comala y también es capaz de aprovechar los antagonismos entre dos bandos opuestos. Impone su voluntad sirviéndose de un puñal y de la horca, y a la vez siente una fuerte necesidad de tener a un testigo de sus actos. Ese testigo no puede ser sino una mujer, una tal Susana San Juan, con la cual solía bañarse en el río, desnudos los dos, cuando ambos eran niños. Esa misma Susana San Juan que un tiempo después abandonaría Comala para siempre y cuya relación con su padre está marcada por las huellas del incesto. Cuando por fin decide vivir con Pedro Páramo bajo el mismo techo, su cerebro ya está carcomido por una locura irrevocable y total que le impide participar en su vida, someterse a su voluntad, ser ese testigo anhelado que sus “hazañas”, su crueldad y sus triunfos reclamaban: por lo mismo, ella es la única persona que ejerce sobre él una fuerte influencia emotiva; es la única mujer a la que él no logra dominar, y su muerte significará el ocaso del cacique y la ruina de todo el pueblo de Comala. Al igual que Henry Sutpen, el principal protagonista de la novela ¡Absalón, Absalón! de Faulkner, Pedro Páramo recurrirá a todos los medios posibles para acrecentar su patrimonio y, como el protagonista faulkneriano, conocerá la desilusión, el sinsentido de la existencia, demasiado dinámica frente a la absoluta pasividad del ambiente que lo rodea, y finalmente se dejará vencer por todo ese tedio, verá toda su vida convertida en una ruina y morirá estúpida, trivialmente.
Esta novela se considera un hito en la creación literaria de México, acaba con el indigenismo e inaugura una nueva época
Hablo de la pasividad del mundo de Juan Rulfo, ya que es uno de los motivos más intensamente palpables tanto en los cuentos de El Llano en llamas como en Pedro Páramo. Las concepciones del tiempo y del espacio elaboradas por la cultura contemporánea no logran adaptarse a la novela de Rulfo. En ella el espacio es siempre un lugar en el que todo parece estar estancado en un estado de espera interminable de algo que no llega y nunca llegará. El tiempo se quiebra, se deshace, el concepto mismo resulta desconocido, los personajes permanecen inmóviles cuando avanzan en el espacio y dentro del tiempo, que no es nuestro tiempo ni tampoco nuestro espacio: son como apariciones, sombras que deambulan incierta y misteriosamente por entre la niebla de un paisaje que, como por arte de magia, revela ante nuestros ojos y refleja algunas esferas de nuestra sensibilidad, y lo hace de modo mucho más verdadero de lo que podrían hacerlo la mayoría de las novelas de corte realista. Los personajes se suceden uno tras otro a tientas; difícilmente encontraríamos en sus actos alguna continuidad, sus acciones de ayer no tienen sentido alguno, los hechos que marcaron y determinaron la vida de ellos dentro de la narración son apenas recordables: el lenguaje mismo se torna incierto, vacilante dentro de su transparencia: “no puedo darlo por seguro”, “tal vez”, “no estoy convencido”, son las palabras que con más frecuencia usan estos hombres cuando empiezan a contar alguna historia o intentan responder alguna pregunta.
Una visión fatalista de la Historia, la revelación de alguna zona de la realidad mexicana, crítica del caciquismo y de sus consecuencias, las tinieblas que envuelven al espíritu del hombre, la imagen de una soledad desértica: todo esto y muchas cosas más llenan estas páginas de estructura tan compleja en las que revive la magia del pueblo torturado. Magia rescatada de las cenizas y resucitada por la fuerza redentora de la poesía de Juan Rulfo.
Sergio Pitol, narrador, traductor y diplomático. Es autor de más de una veintena de títulos entre los que se destaca su Trilogía de la memoria. Entre otros premios ha recibido el Juan Rulfo en 1999 y el Cervantes en 2005.
Traducción: Bárbara Stawicka-Pirecka
Este texto se publicó por primera vez en español en el número 35 (enero-marzo, 2016) de la revista La Palabra y el Hombre, de la Universidad Veracruzana, en colaboración con la Fundación Juan Rulfo. Agradecemos su cesión al autor, Sergio Pitol, y a ambas entidades.
Pitol en Varsovia
El comentario de Pitol a Pedro Páramo es un rescate imprevisto. Nadie tenía en órbita este texto perdido hasta que, al estar buscando la revista La Palabra y el Hombre, en colaboración con la Fundación Rulfo, material para conmemorar los 30 años de la muerte de Rulfo (1917-1986), un estudioso del genio mexicano, Jorge Zepeda, se sacó un conejo de su memoriosa chistera. ¿Por qué no traducir de vuelta al español el prólogo de Pitol a la primera edición de Pedro Páramo en polaco, de 1966?
Cuando lo escribió, Pitol tenía 32 años y empezaba su carrera diplomática en la embajada de México en la Polonia comunista. Recién levantaba el vuelo como escritor y había entrado en contacto con los círculos literarios e intelectuales de Varsovia. Una traductora pasó su prólogo al polaco, el libro se publicó y desde entonces ni el propio Pitol se volvió a acordar de su existencia. Justo medio siglo después, otra traductora lo ha devuelto del polaco al español y después del visto bueno del Premio Cervantes 2005 ha visto la luz por primera vez en su lengua original para celebrar a Rulfo, uno de los grandes referentes de Pitol.
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