El ‘poder blando’ de la lengua (I)
La comunidad hispánica de naciones no ha sacado todo el provecho a su lengua
El Poder Blando —soft power, término que inventó Joseph Nye— es la capacidad de influencia de un país o una cultura más allá de su potencia demográfica, económica o militar. Y ese tipo de poder lo tiene la comunidad hispánica de naciones, que encuentra en su lengua un formidable instrumento de acción internacional, del que aún no se ha sacado todo su provecho.
La lengua, como decía Nebrija, es compañera del imperio. Pero el imperio del español se produjo mucho antes de que los medios de comunicación le dieran todo lo que pudo haber sido suyo. Y hoy es el inglés, basado en el imperio material de EE UU, hecho de literatura, cine y seguidismo natural del planeta, quien maneja el cotarro; no ha desaparecido, con todo, el Poder Blando del Reino Unido, que si no hubiera habido imperio difícilmente habría alumbrado la gran novela del siglo XIX, o, simplemente, Jane Austen no habría dispuesto del ocio remunerado para dejar de ser una spinster ingeniosa, pero ágrafa.
La Academia ha pasado en los últimos tiempos de lo normativo a lo descriptivo
Ese Poder Blando de la lengua española o castellano cuenta con mecanismos como son el Instituto Cervantes, dedicado a la enseñanza del idioma en el mundo entero; los García Márquez con la extraordinaria pléyade de autores que hablan al mundo en castellano desde América Latina, en nombre de 450 millones de hablantes; y no hay que olvidar, en lo estrictamente político, el meritorio esfuerzo de la SEGIB, la secretaría general del mundo iberoamericano. ¿Es el problema para que esa influencia político-cultural crezca, la apatía de quien ve el asunto como de interés puramente español?
¿Qué hace falta para que México, Argentina, Colombia, Perú, Venezuela, Chile, por lo menos todos aquellos que no abominen de la estirpe cultural hispánica, para que colaboren en una empresa que, pienso yo, debería interesar a todos? España no es, evidentemente, propietaria ni fideicomisaria de la lengua, sino que el castellano es un invento de quienes la tienen como propia. Y creo que es, asimismo, en el interés del hispanohablante que un cierto grado de unidad se mantenga, para que dentro de unas décadas nos sigamos entendiendo en la lengua común. Todo ello no niega, por supuesto, el derecho a la creación ex nihilo en cada uno de los espacios culturales del español.
La Academia ha pasado en los últimos tiempos de lo normativo a lo descriptivo; en lugar de decir tajantemente lo que está bien y lo que está mal —lo que podía parecer imperialismo español— recoge las formas del habla en todos los países de nuestra comunidad, porque todos tienen, tenemos, derecho a lo particular. Mi posición, con todo, no es de plano ni pleno acatamiento de la autoridad competente, sino que pienso que está muy bien que cada sociedad invente a partir del acervo común, pero no tanto la actitud mostrenca de traducir de otra lengua, siempre el inglés, cuando no es en absoluto preciso. Valga el chip con los iPod y toda la nueva terminología de la comunicación, pero traducir por traducir porque es palabra de moda, ya es harina de otro costal. La descripción de lo existente me parece necesaria, pero no plegarse ante ello como si fuera una tiranía, y unas líneas esenciales de coincidencia, decididas conjuntamente por todos los representantes del mundo hispánico, seguirán siendo imprescindibles para la preservación del español, salvo que nos tenga sin cuidado incurrir en la deriva babélica del inglés.
Todo eso nos lleva al medio de lo periodístico. Si el Cervantes hace lo que puede y es mucho, también es la prensa de tres océanos la que tiene la mayor responsabilidad de remar en la dirección que decidamos. No se trata aquí, sin embargo, de colocar una corrección lingüística, entendida unilateralmente, por encima de todo, sino que cada área cultural se expresará en su español, porque ocurre que escribir bien en nuestra lengua, común pero enriquecida de modismos nacionales, es algo siempre perfectamente periodístico. La jerigonza anglosajonizante es la que lo desbarata todo. Y como este es un tema capital, habrá que seguir en una próxima entrega dándole al manubrio.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.