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LIBROS

Caparrós, mirar para contar

El escritor argentino publica ‘Lacrónica’, una antología de sus mejores reportajes literarios realizadas a lo largo de 40 años

Cada vez que sale de viaje, Martin Caparrós Rosenberg (Buenos Aires, 1957) guarda en una pequeña maleta cuatro camisetas negras, dos camisas negras, un pantalón negro, dos pares de calzoncillos y calcetines, el neceser, un ordenador portátil y un kindle. “Fueron años redefiniendo el modelo, ¿eh?, hasta conseguirlo. Gracias a esto, hace años que no despacho [facturo] ninguna valija en el aeropuerto. La que llevo pasa como equipaje de mano”, dice con cara de ¡bingo! el escritor que con cada viaje que entrega una historia a los lectores. “Visto siempre de negro porque así todo es mucho más fácil. Porque no tengo que combinar ropa ni lavarla, necesariamente, todos los días”, añade.

—¿De negro, incluso, en los calores infernales de África?

—¿Viste? A veces me pregunto si no está mal. Pero prefiero ir de negro a África que llevar cosas que me hagan perder la eficiencia de este modelo viajero. Dentro de unos días me voy a la Argentina. Entre otras personas, voy a ver a un gran amigo, mi primer compañero de colegio que cumple 60 años, y estaba pensando en llevarle una muy buena botella de vino. Pero para eso tendría que despachar la maleta. Estoy dudoso: ¿lo haré, no lo haré? ¡Hace tanto que no lo hago!

El periodista que, contrario a Tom Wolfe, siempre viste negro y no factura su equipaje en las terminales aéreas, acaba de publicar Lacrónica (Círculo de Tiza), una antología que repasa sus más de cuarenta años haciendo notas sobre los sitios, las situaciones y los personajes que ha mirado en medio mundo. Entre un reportaje y otro, Caparrós ha incluido el relato (y la reflexión) de lo que hay detrás de su trabajo.

—¿Quería hacer un corte de caja en la historia de su vida, a través de su vida profesional?

El autor argentino —la calva, el bigote de manubrio, el magisterio por defecto— le da sorbos a una taza de café en medio de una tarde nublada, cruza la pierna derecha sobre la izquierda, carraspea y responde:

—Es difícil negarlo. Lo curioso es que no se me ocurrió a mí. Fue una propuesta de la editorial y a mí me gustó y por eso lo hice. Es algo así como el prólogo de la fecha en que me convertiré en un señor mayor. Bueno, ya tengo pensadas una serie de celebraciones para dentro de año y medio, cuando cumpla 60. Porque va a ser un momento que me va a impresionar mucho. Básicamente son dos cosas: un libro sólo para los amigos y una reedición en Anagrama de La historia, que es mi novela que más me importa y que hoy está totalmente inasequible. Saldrá para mi cumpleaños, en mayo del 2017. Acabamos de firmarlo. Entonces, Lacrónica no lo pensé como corte de caja, pero termina siendo eso. Hay momentos, en el libro, en los que me veo muy jovencito. Hoy comentaba con alguien la entrevista que le hago a [Juan] Rulfo, que está ahí reproducida. Y digo: ¡cómo puede ser que yo fuera tan maleducado para replicarle! Le pido que se defina en tres adjetivos, él me dice “pobre diablo” y yo le digo: ‘no, ese es sólo un adjetivo, yo le pedí tres.’ ¡Debería haberme dado un par de cachetazos! Pero bueno, en ese momento… era un niñato.

Martín Caparrós es hijo de dos psicoanalistas, Antonio Caparrós y Martha Rosenberg, él español exiliado en Argentina y ella hija de inmigrantes polacos judíos. Desde los cuatro años era un lector voraz de libros de aventuras. A diferencia de sus amigos, era un niño que no buscaba dibujitos sino una sucesión de palabras. Porque a él le gustaba —siempre y sobre todo—leer. Leía hasta en la mesa mientras comía. Soñaba con ser Sandokán, el protagonista de las novelas de Emilio Salgari y tenía un osito de peluche al que le puso Yañez, como el “lugarteniente” de Sandokán. Luego, cuando empezó a escribir, principalmente poemas patrios para los actos del colegio, aspiró a ser Domingo F. Sarmiento, el rey de las letras argentinas del siglo XIX. Quizá influido por las aventuras de estos personajes, también deseaba con todas sus fuerzas que la vida le permitiera viajar mucho. Comenzó a hacerlo a los diez años, cuando se separaron sus padres.

Era un adolescente cuando, una noche, durante una cena en casa de su madre, un amigo de ella comentó que conocía a un periodista que estaba armando un nuevo periódico. Era diciembre de 1973, el muchacho de 16 años fue a ofrecerse como fotógrafo (había trabajado durante cuatro días haciendo retratos de bebés) y Miguel Bonasso, al frente del diario Noticias, lo contrató como cadete (chico de los recados).

En la redacción de Noticias, el cadete tenía generales de la Primera División de las letras: Rodolfo Walsh, Juan Gelman, Paco Urondo. A ellos, y a los demás, les repartía con rapidez cafés, cocacolas y cables de agencia. Un día caluroso, uno de los miembros del equipo le preguntó si se atrevería a redactar una nota con los datos proporcionados por un teletipo que acababa de llegar acerca de un pie congelado, encontrado por un montañista austriaco, que había pertenecido al desaparecido escalador mexicano Óscar Arizpe. Martín escribió el texto, se tituló “Un pie congelado 12 años atrás” y, con ese pie (izquierdo), comenzó su carrera como periodista, a pesar de la advertencia de su padre: “si quieres hacer periodismo haz periodismo, yo no puedo impedirlo, pero trata de no ser un periodista.” Se lo dijo porque, para él, un periodista era “alguien que sabe un poquito de todo y nada realmente.”

“No le hice caso. Lo que pasa es que su advertencia no me pareció disuasoria”, dice ahora el también autor de Comí (Anagrama). “Esa fue la definición de periodista de un padre preocupado. Pero a mí no me pareció mal plan. En otro momento, qué se yo, dicho por un historiador hubiera sido algo así como la definición del espíritu renacentista. Entonces a mí no me pareció mal y me sigue sin parecer.”

—¿Cómo era su padre?

—Mi padre era español. Nació en Madrid, vivió aquí hasta los 19 años, hasta que su familia se fue, formando parte de los perdedores de la guerra. Mi abuelo, que era un médico republicano, estuvo preso y cuando lo soltaron agarró a su familia y se fue. Mi padre siempre fue, en Argentina, un gallego, como le dicen allá a los españoles. Era un clásico intelectual de izquierda de los 60. Era médico, psicoanalista. Fue un militante de izquierda muy comprometido. Formó parte de ciertos proyectos para empezar la guerrilla en Argentina. Y, al mismo tiempo, al querer ser inteligentísimo y activísimo, se tomó todas las anfetaminas del planeta. Y se jodió la vida, se murió muy joven. A los 58 años. La edad que yo tengo ahora. En casa tenía un laboratorio de fotos y nos encerrábamos ahí a rebelar y a copiar. Él hacía fotos raras, de documentos. Se había comprado una cámara pequeña y fotografiaba documentos y necesitaba tener un lugar dónde rebelar. Eran momentos que tenían que ver con militancia política y demás. Pero, a partir de eso, le empezó a gustar hacer fotos en general. Nada: fotos de la calle, de mi hermano y yo, cualquier cosa. Y nos encerrábamos ahí. Era una situación muy íntima, porque en esa luz roja de los laboratorios oscuros y el encierro y los olores… éramos padre e hijo juntos con el mismo juguete.

—¿Y usted no le robaba anfetaminas?

—No. Le robaba tabaco, pero no anfetaminas. Tenía un extremo respeto por las drogas. Por lo que le pasaba a él. Él lo sabía perfectamente. Hizo la tesis doctoral, muy trabajada y muy sesuda, sobre el deterioro causado por anfetaminas. Y él se dedicó a comprobarlo consigo mismo, me parece. Era un tipo inteligentísimo, todavía me sigo encontrando con gente que me dice: ‘¡pero tu padre era brillante!’ y no sé qué. A mí me hubiera gustado que fuera menos brillante y que hubiera vivido 20 años más. Tenían una buena relación con él, sí. Muy distinta a la que tenía con mi madre. Pero bien con los dos.

Después de escribir la nota del pie congelado, al hombre que ahora tiene la misma edad con la que murió su padre, lo nombraron redactor de Informaciones Generales y Policiales del diario Noticias, una sección a cargo de Rodolfo Walsh, autor del célebre Operación Masacre.

—¿Veía a Walsh como un gurú?

—En ese momento él tenía 45 años. Para mí, que tenía 16, era un viejo. Al mismo tiempo, era un tipo normal. Y tanto como él me impresionaba Juan Gelman, que era mi poeta preferido. Lo leía compulsivamente y, cuando yo traba de escribir, me salía en versos de Gelman. Y estaba Paco Urondo, que era otro poeta que yo respetaba mucho. Era un lugar donde había mucha gente que yo respetaba realmente. Era muy impresionante para un chico como yo estar ahí. Y cuando ya empecé a escribir, no me lo podía creer. Visto retrospectivamente, puede ser que no haya habido nada mejor que me pasara esos años. Y sin duda me cambió la vida. Walsh era un tipo raro, muy osco, muy tímido, que pasaba el tiempo encerrado en su pecera. De vez en cuando salía y derramaba unas gotas de sabiduría sobre nosotros. Yo compartía mesa con Patricia, su hija. Él era el jefe de los cinco integrantes de la sección y padre de uno de ellos. Pero salía poco. A veces te hacía algún comentario y, claro, a mí me resultaba muy iluminador. Pero creo que aprendí más de él leyéndolo que teniéndolo como jefe.

—Siempre ha dicho, sin embargo, que su principal maestro ha sido Tomas Eloy Martínez.

—Con Tomas nos hicimos muy amigos, en los años noventa. Vivimos al mismo tiempo en Nueva York. Me traba bien y me respetaba y no me hacía sentir inferior. Sabía chismes de todo el mundo y le encantaba contarlos y lo hacía muy bien. Se podía pasar hora y media al teléfono contando unos chismes increíbles. Era como una tía vieja que te cuenta maldades de la familia de una manera muy divertida. En este caso, del ambiente literario y periodístico. Y compartíamos la misma afición: escribir ficción y no ficción. Y mucha gente decía lo mismo de nosotros: que veníamos del periodismo y hacíamos ficción. Pero no. Él en ese momento estaba casado con una judía venezolana y yo tenía una novia que era judía colombiana. Nos reíamos. Le decía: ‘Tomás, Argentina está llena de judíos, ¿qué necesidad había de buscar judías donde no hay?’ Ellas también eran muy amigas entre sí.

El hijo rebelde no le había hecho caso a su padre en aquello de “no ser un periodista”, pero sí en otra recomendación: estudiar piscología. La complacencia duró poco porque el joven terminaría cursando la carrera de Historia. En el exilio, eso sí, pues su militancia política era contraria a la dictadura en la que Argentina se sumió en 1976 y tuvo que irse a Francia. Pero en París se permitió afianzar su vocación.

Cierto día se sentó a escribir un relato sobre el 25 de mayo de 1973, el día de la asunción de Cámpora, un acontecimiento que él había presenciado con emoción. Era un día soleado de primavera y, con su relato bajo el brazo, salió muy contento a por un sándwich. Pidió uno de atún con ensalada y aceitunas que costaba cuatro francos. Pagó con un billete de 10, pero le dieron cambio de uno de 50. Él no dijo nada, claro. Se sintió muy afortunado y, mientras comía, releyó su historia. Y al llegar al punto final pensó, entusiasmado, que esas páginas podían convertirse en una novela. Cuando terminó la carrera de Historia vino a España, se sentó a escribir “en serio” y el resultado fue su primera novela.

—No obstante, usted es más reconocido como periodista y no como novelista.

—Bueno, soy más conocido por mis crónicas porque nunca me han visto bailar tap [ríe]. A veces me sorprende un poco porque yo había publicado cuatro novelas cuando escribí mi primera crónica. Siempre me pensé más como un escritor de ficción que, en algún momento, empezó a escribir no ficción. Pero mucha gente tiene una idea contraria: el periodista que luego se puso a escribir novelas. Me da igual. Si hay alguna novela que valga la pena se leerá y si no, tampoco es decisivo este asunto. A mí me importa mucho que se vuelva a editar La historia porque es un libro en el que trabajé diez años y creo que es el mejor de mis esfuerzos. Es un foco o un centro del cual he venido abrevando todo este tiempo. Casi todas las formas que he escrito en los últimos años aparecieron ahí.

Martín Caparrós volvió a Buenos Aires después de la dictadura convertido en “un adulto de mundo.” Seguía escribiendo libros pero vivía, sobre todo, del periodismo. En 1991 había publicado tres novelas, acababa de ser padre y quería convertirse en “un hombre de bien.” Por eso fue a ver a Jorge Lanata, entonces director del periódico Página/12. Le propuso ser el crítico gastronómico de Página/30, la revista mensual del diario porteño, o ser el editor de toda ella porque, según él, era una publicación “muy mala.” Lanata le dijo que ni una cosa ni la otra, que mejor se encargara de “Territorios”, es decir, la sección de crónicas de viajes. Entonces, en Argentina (y en América Latina), el periodismo narrativo no estaba “de moda”, como hoy. Pero él quería que esas notas estuvieran bien contadas. Así que para escribir “como se debe” comenzó por leer buenos libros. De Tomás Eloy Martínez, Rodolfo Walsh, Truman Capote y Manuel Vicent. En ellos basó su estilo para hacer no ficción y empezó sus andanzas por Tucumán, en la provincia argentina. Luego, dice, los viajes “empezaron a hacerse más groseros”: Haití. Perú, Estados Unidos, Brasil, China, Bolivia… No había Internet y, antes de emprender cualquier travesía, se documentaba en pírricas bibliotecas y archivos. Pero también iba a un instituto americano a fotocopiar reportajes de National Geographic, Harper’s y The New Yorker, que luego leía con devoción.

Cada mes, con cada nuevo destino, publicaba una historia en la revista: la deconstrucción de un sitio y su gente. Relatos verdaderos escritos con una sola prohibición: no aburrir al lector. Situaciones tan cotidianas como emblemáticas. Prosa con ritmo. La mirada aguda. Porque, a diferencia de ver, explica él mismo en Lacrónica, “mirar es la búsqueda, la actitud consciente y voluntaria de tratar de aprehender lo que hay alrededor —y de aprender. (…) Mirar, escuchar: ponerse en modo esponja.” Esos “Territorios” fueron reunidos después en un libro que contagiaría las ganas de hacer este tipo de trabajos a los colegas de profesión. Se llamó Larga distancia.

—¿Cómo se aprende a mirar?

—No sé, no sé cómo. Sé que hago todo lo que puedo. Por un lado, soy muy curioso o voyeur. Y el periodismo me permite justificar mi voyerismo. Pero el resto, entender, estructurar, no existe sin la base de mirar. Mirar, escuchar, captar lo que hay alrededor. Lo que sabemos es no mirar. Es más: está hasta condenado socialmente cuando uno va por la calle y mira demasiado a alguien o a algo, siempre hay alguna reacción de incomodidad. Peor yo reivindico esta actitud del cazador, de aquel que sabe que si no está atento y mira para todos lados, se le va la liebre y se va a quedar sin comer. Esa intensidad es lo que más me gusta cuando tengo que escribir una crónica. Saber que en cualquier parte del material para el texto puede saltar la liebre. Todo esto, contra la forma demasiado relajada de estar en el mundo a la que nos hemos acostumbrado.

Todo lo que mira lo convierte en un texto. De largo aliento, por lo general. A pesar de la “aduana” interpuesta por los editores (“periodistas promovidos a ese estatus brilloso”) que hoy tenemos que pasar los reporteros. “Lo primero que hacen los editores es desconfiar de sí mismos, de su oficio y su negocio: suponer que lo malo de la palabra impresa es la palabra y que esté impresa. La profesión está, últimamente, dominada por editores que tiemblan ante la más mínima acumulación de letras. Editores que han imaginado una especie extraordinaria —el lector que no lee— y trabajan afanosos para ella”, señala en Lacrónica.

—En cada contrato de edición que firma hay una clausula que compromete al editor a mandarle una caja de “buen vino” cuando salga el libro. ¿Ya le mandaron una caja de “buen vino” por este libro?

—No. Tienes razón. Estamos en problemas. Yo no pido, no me ocupo de mis contratos. Lo hacen mis agentes María Lynch y Mercedes Casanovas. Y ellas lo incluyen en los contratos. Y… no he recibido nada. Me has abierto los ojos. Preguntaré. Bueno, también es verdad que acaba de llegar el libro a mis manos. Yo estaba fuera, en Alemania porque salió El Hambre en alemán. Salió la semana pasada y apenas tengo el primer ejemplar en mis manos. Quizá pronto me manden el vino.

—Hablando de El Hambre (“un relato que piensa, un ensayo que cuenta”), ¿es verdad que usted quería que se publicara primero en Internet, gratis, para que todo mundo tuviera acceso a él, y luego en papel?

—Sí. Pero me dijeron que no. Y a mí me parece que fue un error. Me dio pena. Pero bueno, ahora, por suerte, ya está en PDF en muchos sitios y parece que circula bien. Hay contratadas, además, unas 14 o 15 traducciones. Ya salió en Italia, Holanda, Francia, Alemania, está por salir la de Noruega. Pero faltan otras. Y la de China y Taiwán salen pronto. Eso me tiene contento.

—¿En estos cuarenta años que lleva reporteando, cuándo desistió de perseguir una historia porque se dio cuenta de que estaba equivocado?

—[Piensa unos instantes] Es que se me ocurren ejemplos de historias que no conseguí. Pero de historias que me parecieron inútiles… Bueno, por ejemplo, no sé si te sirva: hace unos días me estaba acordando que hace años, en el 95 o 96, quería entrevistar a Raúl Alfonsín, que había sido presidente de la Argentina hasta el 89. Lo fui a entrevistar, puse el grabador, y todo lo que dijo era un lugar común tras otro. Como decimos en Argentina: estaba totalmente caseteado. Yo lo veía con desesperación y traté de azuzarlo un par de veces, pero no tuve éxito. Volví a la redacción y dije: ‘no hay entrevista, lo siento.’ Se podía haber publicado alguna página con frases idiotas, pero no. Cuatro años después me encontré a Alfonsín en un acto y me dijo: ‘me han dicho que usted dice que yo estoy caseteado. ¿Tiene un rato?’ Sí, doctor. ‘Bueno, sentémonos ahora, hagamos la entrevista y veamos si estoy caseteado.’ O sea: le picó la vergüenza y me dio una entrevista buenísima. Porque trató, justamente, de romper con todos los lugares comunes.

—¿Y algo que haya perseguido y no haya conseguido?

—Bueno, hace muchos años que me prometí que voy a escribir un libro sobre Buenos Aires. Se llama Bue. En un momento iba a ser un libro multimedia y se me pasó. Porque un par de amigos que saben mucho de multimedia me humillaron demostrándome que mi concepto de multimedia correspondía a 1994, más o menos. Así que desistí de esa parte, pero aun así quiero hacer un libro. Pero no encuentro la manera. Tengo la sensación de ya casi. Pero no. Mi objetivo es: alguna vez voy a saber lo suficiente para contar bien la manzana donde está mi casa. Pero primero tengo que pasar por la ciudad. Sí, es raro. Tomo decisiones, trabajo durante 15 días y no lo consigo.

Además de sus dos cicatrices en la cara, una por un accidente de coche (“me quedé dormido”) y otra que le hizo un borracho en un altercado en París, Martín Caparrós Rosenberg (“en Argentina nunca usamos segundo apellido y ya me acostumbré y ahora lo veo y me parece un chiste. Cacofónico, además: Caparrós Rosenberg. No puedo con él”), se caracteriza por su bigote.

—Pero se lo ha quitado dos veces. “Por exigencias del guion”, ha dicho.

—La primera vez que participé en una película fue a principios de los 90, con un director argentino que se llama Pino Solanas, que había sido muy amigo de mi padre y mío después. La película se llama El viaje. Yo iba a hacer de cura y estábamos por empezar a filmar mi parte, en Tierra del Fuego, en el fin del mundo, en un viejo presidio abandonado ambientado como colegio y se suponía que la acción transcurría ahí. Y el día anterior a mi primer día de rodaje alguien se dio cuenta de que los curas no tienen bigote. Y, sí, no lo había pensado. Los curas pueden tener barba, pero no bigote. Años después le pregunté a un Obispo, con el que tengo confianza, por qué era y me dijo que el bigote era cosa de coquetería y que la Iglesia había siempre desaconsejado a sus miembros que llevaran bigote. La solución había sido dejarme crecer la barba, pero no daba tiempo y me tuve que afeitar. Fue en una noche rarísima, de cervezas. En la habitación de hotel de Fito Paez y otro actor, que también estaban trabajando en la película. Como a las tres o cuatro de la mañana, en el baño, ¡zas! Me saqué el bigote y no lo creía. Y mi cara sin bigote me asustó. Bueno, trabajé en la película, hice de cura y tal y, durante un mes o dos, fui el hombre invisible. Me cruzaba con mis amigos en la calle y no me reconocían. Así supe que, cuando quisiera desaparecer, lo que tenía que hacer era afeitarme. Veinte años después, en 2011, me propusieron protagonizar una película que era medio ficción, medio documental, sobre la muerte de un militante de izquierda [del Partido Obrero] que había matado la policía en una manifestación, que se llamaba Mariano Ferreyra. Yo tenía que ser el periodista que llevara adelante la investigación. Eso se aprovechaba para dar material documental real sobre la historia. Y a mí me interesó hacerlo porque fue un tema que conocí desde el principio. Pero ahí fui yo el que pensé que, si aprecia tal cual, iba a parecer que yo, Martín Caparrós, era el que llevaba la investigación. Y era injusto porque fue otro periodista el que lo había hecho. Y hago un personaje que no habría podido hacer con bigote. Estuve un par de meses así y, bueno, no pasó nada. Esa había sido mi relación profesional con el cine. Hasta ahora, que estoy escribiendo un guion. Con el director de El abrazo partido, Daniel Burman. Es como la parte más juguetona de escribir, sin la parte más tensa. Es como inventarse historias y divertirse con eso, pero después no hay que ponerlas en prosa, con ritmo, una construcción. Entonces, es puro juego. Es la primera vez que hago un guion de ficción. Nunca me había tocado.

El periodista que ha recorrido medio mundo para contarlo (y El interior de su país), pero que todavía no ha logrado contar lo que se sucede en la manzana donde se encuentra su casa porteña, y ha hecho cine, y le impresiona llegar a los 60 años de edad, también imparte talleres de periodismo y dice que no quiere generalizar, “pero muchos de los nuevos periodistas no leen. Y eso es lo que más me sorprende. ¡La materia prima de nuestros sueños es la lectura! No se puede escribir sin leer y leer y leer. Sin embargo, hay muchos que lo intentan. Y, además, hay varios que tampoco se preocupan por viajar.”

—¿Siempre que usted viaja, escribe?

—No hago viajes por el gusto de hacerlos. El gusto de hacerlos consistía en escribir algo. Lo que sí tenía era que convencer a gente de que valía la pena comprarme lo que yo tenía que escribir. Ponle por caso: se me ocurrió que debía ir a Birmania porque me daba curiosidad ese nombre exótico. Pero nunca se me habría ocurrido ir a Birmania para no escribir. Para mí, ir a un lugar, incluye escribir sobre ese lugar. Venía todo en el mismo combo. En esa época tenía un buen acuerdo con el diario Clarín, que era que ellos me compraban más o menos caro lo que yo producía, pero no me pagaban el viaje y yo tenía qué ver qué hacía para rentabilizar el viaje. Me las arreglaba: hacía dos reportajes en lugar de uno, viajaba muy barato. Siempre había que buscarse la vida. En Argentina nunca ha habido dinero para estas cosas. Yo escucho ahora a muchos periodistas españoles decir: ‘no, porque ustedes, los periodistas latinoamericanos, qué envidia, cómo me gustaría poder hacer eso.’ Pero vamos a ver: a mí nunca nadie me pidió que fuera a la India a reportear sobre tal cosa o tal otra. Nosotros hacemos esas cosas porque peleamos o lo hacemos fuera de nuestras horas de trabajo. Lo hacemos a fuerza de voluntad. No esperamos a que llegue un jefe y nos diga: ‘ay, por qué no te vas a Tumbuctú a pasearte tres semanas y me traes 40.000 caracteres para que se publiquen en ocho páginas y, de paso, te traes un camello porque se vería bien en la redacción.’ Nunca fue así. Ni aquí ni allá. La diferencia es: ¿tienes las ganas de hacerlo o prefieres quejarte?

—¿No puede estar mucho tiempo en un mismo sitio?

—Ay, me gustaría, ¿eh? Me lo vengo proponiendo últimamente porque… este año, por ejemplo, he estado sólo un tercio del año en casa. Es poco. Quiero estar más. El problema es que también aprendí a escribir en cualquier lado. Entonces ya ni siquiera tengo la excusa esta de ‘quiero estar en casa para escribir’ o ‘necesito estar en casa para escribir’ Me tomo el pelo y digo que mi hogar es la pantalla del ordenador. Además es cierto: abro el ordenador y digo: ‘ya estoy en casa.’ Pero aun así me gustaría estar un poco más en casa. Me lo propongo y digo: ‘diciembre, enero y febrero estoy en Madrid y no me muevo.’ Pero ya tengo una propuesta para ir a África en enero, una cosa en Noruega para febrero.

—¿No será que es usted mismo es el que busca eso?

—No, estas te juro que no. De todas formas estoy declinando algunas cosas para sentirme más de acuerdo con mi propio discurso, para no sentirme tan falso. Lo que pasa es que digo: hace como un año que no voy a África, me proponen ir a trabajar y es muy difícil decir que no. No, yo no pido nada, justamente porque me dije: voy a estar tres meses aquí, quiero terminar un librito. Bueno, ya veré. Lo que pasa es que el tiempo del viaje me sigue resultando muy atractivo: la forma en que los viajes organizan y estiran el tiempo. La semana pasada estive en Alemania presentando El Hambre. Luego pensé que había estado en Italia, antes en Viena, en Berlín, en Múnich y ahora en Madrid. La única desesperación real que uno tiene es que el tiempo se le acaba. Quizá eso sea lo que hace que yo intente estirarlo con los viajes.

—¿Y ahora que ganó la oposición en Argentina, no le gustaría volver a Buenos Aires?

—Me da curiosidad. La curiosidad que no tenía hace un mes o dos, ahora la tengo. De todas maneras no sé si con esa curiosidad alcance. Hay muchas cosas que me interesa hacer fuera, que son las que estoy haciendo. No sé si estoy dispuesto a dejarlas todas para ir a ver qué pasa con el nuevo gobierno. Tengo que ir ahora, dentro de 10 días para una cosa que ya estaba prevista de antes: el guion de cine, con el director argentino Daniel Burman, tenemos que encontrarnos para trabajar durante una semana. Supongo que forzosamente tendré que mirar qué pasa. Pero este gobierno tampoco me despierta unas expectativas extraordinarias. Me da mucho gusto que se acabe esta situación cerrada en que estaba la Argentina hasta ahora. Y, cuando las cosas se abren, pueden pasar cosas muy diversas.

—¿Vive en España como parte de un segundo exilio?

—No. Ahora es totalmente distinto. Por muchas razones. Primera y principal porque ahora yo puedo ir y venir de Buenos Aires cuantas veces quiera. Segundo: estamos en un mundo distinto en el que vine a España, entre otras cosas, a partir de la base de que puedo hacer mi trabajo en cualquier lado. Cosa que no sucedía hace 40 años, cuando llegué la primera vez. Ahora el lugar donde estas no es decisivo. De hecho, yo me acabo de mudar de Barcelona a Madrid y hago exactamente lo mismo que hacía hace seis meses, cuando vivía en Barcelona. Por otra parte, mi situación es muy distinta. Estar aquí es una manera, no de no estar en la Argentina, sino de estar en todos lados.

—¿Hasta cuándo seguirá yendo de un sitio a otro? Que ya va a cumplir 60, oiga.

—No tengo ni idea. Seguramente me voy a cansar en algún momento. Tal vez un día diga: estaré un año en tal lugar y después volverá la movedera. O quizá no. A veces le envidio a alguna gente el hecho de no tener que repensar su vida todo el tiempo. Mucha gente sabe en qué lugar va a vivir, en qué casa a vivir, con quién va a vivir… una cantidad de cosas como muy permanentes. Después todo puede cambiar, pero no quieren saber eso. Yo tengo el enorme privilegio, y la gran molestia, de estar pensando todo el tiempo dónde voy a vivir, cómo voy a vivir, qué voy a hacer. Es genial, no lo cambio por nada. Pero al mismo tiempo se me va parte de la vida en eso.

—¿En sus viajes no le da por comprar libros y objetos, que luego abultan su equipaje?

—No. Nada. Prefiero ese tipo de limitaciones que andar complicándome la vida. Mi biblioteca está en una casa que alquilé en Buenos Aires. Aquí no tengo casi libros en papel. Ropa, la de siempre. Uso estos pantalones negros desde hace 20 años. Compro dos o tres al año. Y ya. No me interesan los objetos. Y eso me da mucho gusto: porque me parece que vivimos en un mundo sobrecargado de objetos innecesarios. Y no hay que contribuir a eso. Y hay que hacerlo sin dolor, no me sacrifico. Lo prefiero así.

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