El español global
Del primer encuentro entre Academias latinoamericanas prohibido por Franco a la gran política lingüística panhispánica
No es de extrañar que, cuando en plena guerra civil, la autoproclamada España Nacional cifraba su objetivo en el lema “Por el Imperio hacia Dios”, evocara a cada paso, sacándola de contexto -era, en realidad, un viejo tópico latino-, la frase de Nebrija en el Prólogo–Dedicatoria a la Reina católica de su Gramática sobre la lengua castellana: “siempre la lengua fue compañera del Imperio”. La verdad histórica es que el mismo Emperador Carlos que en 1536, plantando cara en Roma al embajador francés, proclamaba la nobleza de la lengua castellana -“merece ser sabida y entendida de toda la gente cristiana”-, se mostraba liberal en cuestiones lingüísticas tanto en el Nuevo Mundo como en Europa. En su corte se hablaban varias lenguas, y él como buen borgoñón, pronunciaría su discurso de abdicación en francés.
Como intentara hacer el general Primo de Rivera, el Régimen franquista cometió el grave error y la injusticia de borrar del espacio público español el uso de las lenguas españolas distintas del castellano. Lamentablemente no se produjo entonces un manifiesto como el que en 1924 firmaron contra la política lingüística desarrollada por la Dictadura en Cataluña Menéndez Pidal, Marañón, Ortega, Fernández de los Ríos, Lorca, Azaña y otros intelectuales. En 1941 un decreto del Ministerio de Educación obligaba a la Real Academia Española a dar de baja a seis académicos que, leales a la República, se habían expatriado. La Academia nunca contestó ni hizo caso del mandato; continuó manteniendo correspondencia con los transterrados y, apenas restablecida la democracia que reconoció la dignidad y libertad de todas las lenguas de España, en 1976 recibió en sesión pública como académico a Salvador de Madariaga, que había sido elegido en 1936.
Desde 1921 habían surgido, en América y pronto en España, centros de enseñanza de español para extranjeros. Pero habría que esperar hasta 1991 para que naciera el Instituto Cervantes
No fueron fáciles las relaciones culturales de España con la América hispana en los años cuarenta del pasado siglo. Pero en 1950 el presidente de la República de México, Miguel Alemán, que dos años antes había conseguido que el español fuera lengua de trabajo en la ONU, propuso a la Academia mexicana que organizara un congreso de todas las Academias de la Lengua Española existentes, “sin considerar las relaciones con los diversos Gobiernos”. Su objetivo sería práctico. Se trataría de unificar el léxico, enriqueciendo el acervo de la lengua común con las voces usadas popularmente en América y, en definitiva, “poner al servicio de la humanidad esa fuerza de amor y cohesión espiritual que es el idioma, única arma que tienen los pueblos débiles para comprenderse y hacerse respetar”.
Vino a Madrid una delegación académica para invitar a la española, que acogió la idea con entusiasmo. Más de veinte miembros de ella preparaban el viaje, con Menéndez Pidal a la cabeza, cuando el Gobierno del general Franco, considerando la ayuda que el mexicano prestaba al gobierno republicano español en el exilio, prohibió la salida. Aunque Martín Luis Guzmán, electo académico mexicano y antiguo secretario de Azaña, propuso que las Academias correspondientes de la española y nacidas gracias a su impulso rompieran con ella, la gran mayoría de las corporaciones americanas la exculparon. A propuesta del propio Miguel Alemán se creó una Comisión Permanente que, sufragada por su gobierno y en contacto con la española, sentó las bases de una Asociación de Academias de la Lengua Española. Se preparaba lo que, andando el tiempo, iba a ser la política lingüística panhispánica. En 1956, en el marco del II Congreso celebrado en Madrid, Dámaso Alonso abrió las puertas a una renovación total de las Academias cuando propuso cambiar el lema tradicional -“Limpia, fija y da esplendor”- por uno que hablara de trabajar unidos en pie de igualdad, al servicio de la unidad del idioma.
Si desde comienzos del siglo XX los grandes poetas americanos -Rubén, Huidobro, Vallejo, Neruda, Paz- habían pilotado el cambio de la poesía en español, pronto iba a estallar el boom de la novela hispanoamericana que uno de sus grandes promotores, Gabriel García Márquez, iba a categorizar simplemente como “literatura en español”. Era, en definitiva, la expresión de una unidad enriquecida con variedades dialectales, principalmente léxicas.
En un formidable trabajo de comisiones interacadémicas y plenos de la Asociación de Academias desarrollado a lo largo de once años se logró construir lo que hoy admiran otras lenguas
Desde 1921 habían surgido, primero en América y pronto en España cursos y centros de enseñanza de español para extranjeros. Pero habría que esperar hasta 1991 para que naciera el Instituto Cervantes con el doble objetivo de promocionar esa enseñanza y difundir a la par la cultura en las lenguas hispánicas. Hay que reconocer que llegaba tarde. Era para entonces centenaria la Alliance Française; en los años treinta había nacido el British Council y en 1952 el Goethe Institut. Pero en 25 años, que pronto cumplirá, iba a alcanzar el Cervantes, gracias al esfuerzo de sucesivos equipos de dirección y de una admirable plantilla de profesionales, una gran extensión –90 centros en 44 países– y, al mismo tiempo, se iba a convertir en el buque insignia de la cultura española en el exterior. Su eficacia se vería hoy sin duda multiplicada si lograra una ley de autonomía gemela de la que van consiguiendo otras grandes instituciones culturales españolas.
Casi al tiempo que nacía el Cervantes, emprendía la Real Academia Española con las veintiuna Academias hermanas de América y Filipinas y merced al impulso decidido de la Corona, una política lingüística panhispánica. La idea y proyecto presagiados en el Congreso fundacional de la Asociación de Academias, y, podría decirse, la que –una vez más, América adelantándose– había alumbrado en el último cuarto del siglo XIX el nacimiento de las Academias Correspondientes. En su base estaba la conciencia de que la norma del español no es una, la del español de España, por cierto, tan variado, sino que es una norma policéntrica. Y, en consecuencia, de ello, solo el conjunto de las Academias, trabajando en común, completa la posibilidad de articular las normas gramaticales, ortográficas y léxicas en que se sustenta y expresa la unidad del español con sus respectivas variedades.
En un formidable trabajo de comisiones interacadémicas y plenos de la Asociación desarrollado a lo largo de 11 años, se logró construir lo que hoy admiran otras lenguas, el triunfo que se fraguaba en una auténtica fraternidad. De manera paralela nacieron y se desarrollaron los Congresos Internacionales de la Lengua Española que cada tres años organiza el Instituto Cervantes con la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española. Zacatecas, Valladolid, la ciudad de Rosario en Argentina, Cartagena de Indias, Chile y Panamá han sido protagonistas y escenario de una celebración popular y única del español: 470 millones de hablantes nativos y hasta 559 de hablantes competenciales y estudiantes con perspectiva de crecimiento continuo. No pensemos solo en los Estados Unidos de América donde el español ha dejado de ser una lengua marginal y está adquiriendo centralidad cultural y social. En esos congresos -el próximo se celebrará en marzo del próximo año en Puerto Rico- participan escritores y estudiosos de toda la Comunidad iberoamericana, con presencia en todos ellos de las lenguas hermanas de América y España. Entre estos últimos y el castellano han constituido desde 1985 un lugar proactivo de diálogo los Encuentros de escritores y críticos de las lenguas de España donde se ha fraguado un espíritu, el llamado por el lugar de su reunión “Espíritu de Verines”, que no es otro que el servicio a la petición del Salvador Espriu: “Fes que siguin segurs els ponts del diàleg”. Cuando escribo estas líneas tengo presente el compromiso sellado en Santiago de Compostela a fines del pasado año entre el Instituto Cervantes, el Ramon Llull, el Etxepare y el Consello da Cultura Galega de revitalizar en un nuevo tipo de encuentro el mismo espíritu.
Dámaso Alonso abrió las puertas a una renovación total de las Academias cuando propuso cambiar el lema tradicional –“Limpia, fija y da esplendor”– por uno que hablara de trabajar unidos en pie de igualdad
Por lo que al Cervantes se refiere su propósito de iberoamericanización, gemelo al de la política lingüística panhispánica, se ha concretado en la colaboración con Universidades y otras instituciones análogas en proyectos como el nuevo Servicio Internacional de Evaluación de la Lengua Española que ha promovido con la Universidad Nacional Autónoma de México y la Universidad de Salamanca, asociando un conjunto cualificado de universidades de España y de América. Un certificado de gestión íntegramente digital acreditará el conocimiento de nuestra lengua tanto de estudiantes y profesores de español como lengua segunda a extranjeros cuanto de hablantes nativos que deseen demostrar su competencia lingüística ante instituciones académicas o profesionales y administraciones públicas.
Más de veinte millones de personas estudian hoy español en todo el mundo: 1.200.000 en el África subsahariana y ocho millones en los Estados Unidos. El español figura como segunda lengua opcional en bastantes programas curriculares de diversos países y funciona como segunda lengua de comunicación internacional en Occidente. Consolidarlo en ese rango es el reto más importante al que los hispanohablantes nos enfrentamos. En los antípodas de cualquier propósito de imperialismo, lo más positivo que la transición democrática en España y la visión clara y la generosidad de América nos han traído es la idea de que el español es un patrimonio común, cimiento y motor de la comunidad iberoamericana de naciones. Un español que dialoga en muchos países con otras lenguas hermanas y pretende ser, abierto al mundo, instrumento de comunicación entre los pueblos.
Víctor García de la Concha es el director del Instituto Cervantes.
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