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Avance de ‘Los caprichos de la suerte’, habla Pío Baroja

El escritor hace una breve aparición en la novela a través un alter ego identificado como "un señor viejo del hotel Palais Royal', de París. Expresa su opinión sobre Alemania en la II Guerra

Portada de 'Los caprichos de la suerte de Pío Baroja'.
Portada de 'Los caprichos de la suerte de Pío Baroja'.

EL PAÍS avanza un capítulo de Los caprichos de la suerte (Espasa) donde Pío Baroja, hace una breve aparición a través un alter ego identificado como "un señor viejo del hotel Palais Royal", de París. En esta novela inédita, el escritor muestra algunas señales de cambio, según José-Carlos Mainer, encargado de esta edición y de las obras completas el Galaxia Gutenberg. En la novela, ese hombre habla de Alemania y el nazismo. Ya en ese momento era aliadófilo.

Con esta obra, que llegará a las librerías el 5 de noviembre, el escritor donostiarra (San Sebastián, 1872 - Madrid, 1956) cerraba la trilogía de la Guerra Civil española, Las Saturnales, iniciada con El cantor vagabundo y Miserias de la guerra, publicada en 2006. Es el último hallazgo barojiano, encontrado en una carpeta olvidada en los archivos de Itzea, la casa familiar de los Baroja en Bera (Navarra), que confirma tres elementos del escritor: su obsesión por el conflicto español y las teorías sobre sus causas, la presencia de un amor frustrado, habitual en su narrativa, y su estilo directo y claro.

A continuación el avance:

Tercera parte. Capítulo V

Conversaciones

Abel Escalante iba pasando de una tienda a otra para

realizar de la mejor manera posible la venta que le habían encargado.

Elorrio se quedó fuera y se dedicó a mirar los escaparates.

De pronto se encontró al lado de Gloria, de Evans y de

un señor viejo del hotel Palais Royal.

—¿Le espera usted a Abel? —le preguntó Evans.

—Sí. Ha entrado aquí, en esa tienda, a vender algo.

—Sí, son joyas de una señora que está en el hotel —advirtió

Gloria.

—Le esperaremos un rato —dijo Evans paseando.

—Muy bien.

Se alejaron un poco de la tienda y volvieron.

—Aquí, en una de estas casas, vive Colette Willy —dijo

Gloria—. ¿Le gusta a usted? —preguntó al inglés.

—¿Ha leído usted La vagabunda?

—Sí. No hace mucho que la he leído. Yo creo que quizá

sea, en la actualidad, el mejor escritor de Francia.

—Es muy posible.

Después Evans y Elorrio hablaron de los autores ingleses

y de norteamericanos, mientras Abel Escalante traba-

jaba sin duda su venta, agotando todos los recursos para

obtener el mejor resultado.

—¿Qué opinión tienen ustedes de los alemanes? —preguntó

Evans a Elorrio.

—Poco. No he estado en Alemania.

—Yo de joven —indicó el señor viejo del hotel— cogí

la época en que los españoles elogiaban todo lo alemán: la

ciencia, la música y la filosofía. Yo no sentía ninguna hostilidad

por los alemanes. La guerra del año 14 me parecía

una de tantas para alcanzar la hegemonía de Europa. He

estado varias veces en Alemania, he conocido varios alemanes

en España; era gente amable y simpática, que se

avenía a razones y no manifestaba sentimientos distintos a

los demás. Recuerdo un grupo de cinco o seis que encontramos

hace años en el monasterio del Paular. Eran todos

jóvenes y casi todos electricistas, la mayoría bávaros y

gentes del sur. Se manifestaban aficionados a la lectura.

Unos leían a Carlyle, otros, a Dickens y otros, Don Quijote.

El único petulante y soberbio era uno pequeño, rubio y

chato. Este era prusiano. ¿Así que es usted prusiano?, se le

preguntaba. Sí, gracias a Dios, contestaba él con seriedad.

Yo había ido al campo con un suizo, amigo mío, muy culto.

Los jóvenes alemanes hablaban con él, le llamaban señor

doctor y le tenían muchas consideraciones. Entonces se

discutía a Nietzsche, y el hablar de Nietzsche producía en

los jóvenes alemanes una sonrisa, como si se tratara de

algo demasiado debatido que no había que tomar en consideración.

Un día se propuso que los que estábamos en el

Paular fuéramos al pico de Peñalara, que se eleva dos mil

trescientos o dos mil cuatrocientos metros sobre el nivel

del mar, para ver desde allí salir el sol. Fueron con nosotros

tres o cuatro muchachas. Los alemanes estuvieron

muy atentos, desembarazaron a las muchachas, en la subida

al monte, de los abrigos que les sofocaban, y a nosotros

mismos, como más viejos, nos quitaron los gabanespara llevarlos ellos. Luego, en lo alto del monte, arreglaron

una tienda de campaña, encendieron fuego, se mostraron

amabilísimos y todo el mundo hizo grandes elogios

de ellos. Años después, al finalizar la guerra del 14, estuve

algunas semanas en Alemania y me chocó la sequedad y

dureza de la gente, y la poca dignidad de los empleados

de hoteles, oficinas y ferrocarriles, que pedían propinas de

una manera cínica. Después no he vuelto a conocer alemanes.

He visto por los periódicos la evolución de Alemania

bajo el mando de Hitler y sus campañas de destrucción, de

incendio, de asesinato y de robo en Austria, Checoslovaquia

y Polonia.

—¿Así que la opinión que tuvo usted de los alemanes

individualmente, no coincide con la que tuvo después de

ellos en conjunto? —preguntó Elorrio.

—Es verdad, no coincide.

—Así que no tiene usted una opinión clara sobre ellos.

—¿Yo qué opinión voy a tener? Pienso que, sea porque

Alemania es así, de una manera congénita, o porque ha

evolucionado de un modo patológico hacia una especie de

locura, hoy es un pueblo monstruoso, y que todos los países

de Europa deberían reunirse para dominarlo, sujetarlo

y ponerle una camisa de fuerza.

—¿Y con relación a Francia?

—Respecto a Francia, mi concepto sobre ella ha sido un

poco a la inversa. La primera vez que vine a París, hace

más de cuarenta años, conocí algunos franceses chauvinistas

que despreciaban todo lo extranjero, algunos dreyfusistas

exagerados y dogmáticos, y alguno que otro escritor

decadente, que no pensaba más que en imitar a Baudelaire,

a Mallarmé o a Oscar Wilde. Luego, en épocas sucesivas,

he conocido a gente más sencilla, más amable y más

cordial.

—Yo creo que para el extranjero Francia es muy dura

—dijo Elorrio.

—Sí, puede ser —contestó el viejo—. Francia, después

de la guerra del 14, ha perdido cierto empaque y se ha reconcentrado

en sí misma. Todos los pueblos europeos tienden

a lo mismo, más o menos claramente se van haciendo

nacionalistas.

—¿París?

—Todavía nos llega a nosotros sus últimas fragancias

—dijo Elorrio—. Algo así como el aroma que queda en un

frasco de perfume cuando el líquido que contiene se ha

consumido...

—Sí, París hace cuarenta años estaba muy bien —dijo el

señor de edad—. Los cafés con tertulias de gente conocida,

el bulevar animado, las terrazas de los cafés llenas. Era

mucho más alegre que ahora. ¡Qué teatros! La Bartet, a la

que vimos trabajar en On ne badine pas avec l´amour y en

otras creaciones suyas. Le Bargy, con su elegancia y su aire

impertinente. Lucien Guitry, la Réjane, Sarah Bernhardt e

Yvette Guilbert, a la que vimos muy joven y luego hemos

alcanzado a ver muy vieja. De ese alegre París, ya extinguido,

recordamos, como un símbolo, aquella pareja de

Colette y la Polaire, acompañando al fantasmón de Willy,

con su sombrero de copa en un automóvil primitivo, grupo

tan adecuado para hacer la delicia de los caricaturistas,

Sem y tantos más. Entonces se cantaba «Le Père La Victoire

» y «En revenant de la revue» imitando a Paulus, que

era un chansonnier vasco que tuvo un momento de gran

popularidad. Aunque sea triste decirlo —terminó el

viejo—, la verdad es que ya los pueblos latinos no representamos

nada. Francia quiere brillar sola, boicoteando a

Italia, a España y a Portugal. No le cuesta mucho hacer

que Italia, España y Portugal no se distingan, pero ella

tampoco se luce. No tiene prestigios y, aunque quiere inventarlos

y sostenerlos, no puede. París no tiene el gran

atractivo del siglo XVIII y XIX, sin proponérselo o proponiéndose,

va dejando de ser internacional.

Abel Escalante, después de vender las alhajas en muy

buenas condiciones y de despedirse muy amablemente de

la tendera, fue a unirse con sus amigos.

Abel había conseguido un éxito a fuerza de labia. Madame

Berastegui no podría quejarse porque la cantidad

que le iba a dar, producto de la venta de las alhajas, iba a

ser crecida.

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