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OPINIÓN

Que se quede

Ignacio Martínez de Pisón se ha decantado en sus libros por un realismo galdosiano

Enrique Vila-Matas

Pasaba antes y me dicen que sigue ocurriendo. Todos sus amigos saben que si es de noche y Pisón anuncia que se va, no hay nada qué hacer, se va seguro en el siguiente segundo. Es implacable, tremendamente inflexible. Parece que tenga los minuteros parados a las tres en punto de la noche, porque esa es la hora en la que suele decir que se va y, en efecto, se va. Por eso siempre que le vemos, aunque haga sólo un segundo que haya llegado, ya estamos pidiéndole que se quede.

Habría sido un narrador aunque hubiera nacido en cualquier otro rincón. Porque es un narrador nato, lo que significa que lo habría sido aquí y en la Conchinchina, lugar que también ha visitado. ¿Y qué es exactamente un narrador nato? Alguien que tiene muy buena memoria y confía en que los demás no la tengan. Pisón trabaja con ella. Es buen lector de Baroja y Marsé, entre tantos otros. Y en los últimos libros, en sus piezas mayores (Enterrar a los muertos, Dientes de leche, El día de mañana y La buena reputación) se ha decantado decididamente por un realismo galdosiano innegociable. Ya cuando en 2003 publicó El tiempo de las mujeres proclamó en diversas entrevistas que, después de tantos años, había descubierto que era un escritor realista y eso le encantaba. Y decía también que las suyas eran “novelas del nosotros, no del yo”. Para él, indagar en los demás también era hacerlo de algún modo en uno mismo: “Si sólo te interesa lo tuyo como escritor, estas confundido: no debes escribir sino irte al psicólogo”.

Con semejantes declaraciones de principios, sucede exactamente lo mismo que con sus minuteros parados a las tres en punto: ¡cualquiera se lo discute!

Desde hace un tiempo, hay historias que le importan más que otras, pues ha acotado ya un territorio que limita con la España de los años sesenta y setenta y con familias de clase media que, como ocurre en casi todas, han perdido a alguien: “Me gusta retratar esa clase social; Galdós fue el último escritor de la clase media; yo, a diferencia de él, tiendo a exculparles”.

Al pensar en el tema de las familias y en el de la monstruosidad de toda herencia, he recordado que Rilke decía que, por distracción y por errores heredados, nos perdemos casi enteramente las innumerables riquezas de aquí que nos han sido destinadas. Y creo que llevaba toda la razón. Nosotros sólo conocemos seres que han luchado desesperadamente por zafarse de los errores y malentendidos heredados y abrirse camino en el hondo fatalismo de tanto espanto del pasado. Dicho de otro modo, siempre ha habido herencias de mala sangre y equívocos en las cosas y los gestos familiares, y esas herencias y errores heredados hemos de saber que serán —si no lo han sido ya— nuestra ruina más completa. Sobre esto, con signos a veces de esperanza, trabaja Pisón.

Un escritor amigo. Con él siempre se confirma que las mejores amistades, las más duraderas, se basan en la admiración. Aunque sin duda, para que lo amistoso se contemple como un sentimiento sagrado, es necesario que haya esa admiración mutua que encierra en su área el respeto hacia el otro, por distinto que éste sea; un respeto fundamental para que todo circule entre iguales.

Quizás la palabra más exacta no sea pues admiración, sino tener en alta estima al otro. Porque si el otro no nos merece mucha consideración, no puede ser nuestro amigo. Se admira o respeta a alguien por lo que hace, por lo que es, por cómo se las arregla para andar por el mundo. Esa admiración, que en realidad es profundo respeto, vino a decirnos Montaigne, lo ennoblece al amigo, lo realza ante nuestros ojos, lo eleva a una posición que nosotros —si, nosotros— entendemos que es superior a la nuestra.

Por dios, que se quede.

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