La ínsula Barataria
Alcalá de Ebro es el lugar donde Sancho Panza ejerció de insomne gobernador. Sus súbditos de hoy son, básicamente, jubilados que no se toman en serio la fama del pueblo
El ridículo duelo fallido con el falso labrador Tosilos (en realidad un lacayo del duque) a causa de la honra mancillada de la hija de una dama de honor de la duquesa, la pretenciosa y boba Doña Rodríguez; la llegada de un carro con encantadores y magos, entre ellos el propio Merlín, que apareció una noche anunciando el encantamiento de Dulcinea en forma de rústica aldeana (encantamiento que solo desaparecería si Sancho Panza se propinaba a sí mismo tres mil trescientos azotes “en ambas sus valientes posaderas”); la aparición de la condesa Trifaldi y su cortejo de damas barbudas solicitando la ayuda de don Quijote en la lejana isla de Candaya; el vuelo en el caballo de madera Clavileño… No contentos los duques con todas esas bromas que les gastaron con la colaboración de sus sirvientes a los pobres don Quijote y Sancho durante los días que permanecieron invitados en su palacio, determinaron que ya era hora de darle al escudero la ínsula por cuya promesa se había embarcado en todas esas aventuras, más las que don Quijote le había hecho pasar antes de llegar allí, y ordenaron que se le llevara a un lugar cercano “que era de los mejores que el duque tenía” y que le hicieran gobernador de él.
¿Que pensará de su territorio, solo y convertido en bronce de un monolito?
El camino es el mismo que yo recorro ahora, una recta casi perfecta desde Pedrola que cruza la ribera lujuriosa de verdor y de abundancia vegetal en dirección al pueblo que se divisa al fondo, que, aunque los letreros digan que se llama Alcalá de Ebro, no es otro que la famosa ínsula Barataria sanchopancesca. Al menos, eso aseguran la mayor parte de los cervantistas, que en este extremo no tienen dudas por más que la ínsula esté a trescientos kilómetros del mar y en medio de una región, Aragón, en la que el agua no sobra precisamente ¿Qué importa, si el río Ebro se basta por sí solo para convertir Alcalá en isla cuando su caudal aumenta, convirtiendo el meandro que rodea el pueblo en un anillo de agua completo?
“Sancho amigo, la isla que os he prometido no es movible ni fugitiva: raíces tiene tan hondas, echadas en los abismos de la tierra, que no la arrancarán ni mudarán de donde está a tres tirones”, le había dicho el duque a Sancho Panza al despedirlo y a fe que no le mentía, pues la isla sigue en el mismo sitio en el que se encontraba entonces y ello a pesar de la amenaza del río, que cada vez pasa más cerca de sus casas (la presencia de muros de contención habla, además, de las avenidas que, como la primavera pasada, de cuando en cuando soportan). Los que no están en su sitio cuando yo llego son los vecinos, que parecen haber desaparecido por completo, pues no se ve uno por las calles. “¿Quién va a haber”, me dice el dueño del bar Las Truchas, el único que hay abierto, ya fuera del casco urbano, en plena ribera, “con el calor que hace hoy?” Y no le falta razón. Los termómetros marcan 39 grados. Alcalá, más que una ínsula, es un desierto.
“Sancho amigo, la isla que os he prometido no es movible ni fugitiva”
Hacia las seis de la tarde empieza a asomar alguno. Uno de ellos, el gobernador, o sea, el alcalde del pueblo. Pero el hombre, que acaba de salir del Ayuntamiento, un edificio moderno y bastante feo, por cierto (nada que ver con el palacio de un gobernador), va con prisa porque tiene que acudir a un velatorio de una vecina que ha muerto hoy y me cita para hablar por teléfono después. Catalina, la guardiana de las llaves de la iglesia, en cambio, tiene toda la tarde para conversar. Y temas en abundancia. De la juventud opina que no sabe a dónde va (esto a propósito de que ni siquiera se ocupen de devolver a San Gregorio de Ostia a su pedestal, de donde lo bajaron para la fiesta, y las que van a misa, que son ya viejas, no pueden hacerlo) y de Alcalá de Ebro que, como no hagan algo, va a desaparecer en cualquier riada. Según la buena señora, el río va erosionando los campos y lo que el río cambia se lo dan al duque. “Así se hace rico cualquiera”, asegura, mientras me enseña la iglesia, que es un edificio gótico de buena planta y bien conservado.
Poco a poco, el pueblo se va animando. Los baratarios de hoy, la mayoría de ellos ya jubilados (los que están en activo andarán por el campo o en Figueruelas, en cuya fábrica de automóviles trabajan la mayoría en la actualidad), pasean o toman el fresco ajenos a su pasado cervantino. Ninguno de ellos se toma en serio su condición de habitantes de una ínsula famosa, incluso alguno sonríe con displicencia, como Manuel, jubilado de la OPEL, que dice que lo que hace falta aquí es trabajo, no fantasías.
¡Pobre Sancho! ¿Qué pensará él de su ínsula, solo y convertido en bronce en un monolito horrendo, al final del pueblo, mientras contempla el río, que pasa enfrente, entre las choperas, sin nadie que le venga a ver, a él, que fue el gobernador de toda esta gente?
El gobernador panza
En la falsa ínsula Barataria, Sancho Panza ejerce de gobernador, su sueño al fin realizado, durante varios días. Pero su sueño pronto se trocará en frustración, puesto que la farsa a la que los sirvientes del duque y los vecinos de Alcalá le someten convertirá el gobierno de su ínsula en una pesadilla, sin poder comer por si lo envenenan, sin poder dormir por si los enemigos asaltan de noche la ínsula, sin poder estar un minuto tranquilo. De ahí la melancolía con la que se le representa en las ilustraciones de su período de gobernador, incluso en la escultura que le han erigido en Alcalá de Ebro, la hipotética ínsula Barataria del Quijote, como homenaje.
¿Cómo extrañarse, pues, de que, al cabo de algunos días, el pobre Sancho cogiera al rucio, “que estaba en la caballeriza”, y por el camino por el que había llegado tomara el de la libertad sin saber si el lugar que dejaba atrás “era ínsula, ciudad o villa”, según escribe Cervantes?
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