La lanza vence al rifle en un mediodía sangriento
Los zulúes propinaron en Isandlwana una aplastante y embarazosa derrota al ejército británico, la mayor sufrida por un contingente moderno ante guerreros tradicionales
Hay dos momentos de la batalla de Isandlwana que nunca dejan de ponerme los pelos de punta. Una es cuando la patrulla de reconocimiento del teniente Raw se asoma a un barranco y descubre sentados y en silencio a los 20.000 guerreros del principal ejército zulú. Al ver a los británicos, los zulúes se ponen en pie como un solo hombre y echan a correr hacia ellos lanzando su temido grito de guerra “¡Usuthu!”. El otro momento es la de la delgada línea roja de los tiradores del 24º regimiento desbordada por los zulúes que han avanzado desde el horizonte como una marea oscura, incontables como una marabunta, ruidosos como un enjambre furioso, ansiosos de lavar sus lanzas en la sangre del enemigo.
Isandlwana, el 22 de enero de 1879, es la Gran Hora Zulú, la mayor derrota de un ejército moderno profesional –el británico– dotado de armas de fuego ante un contingente de guerreros tradicionales –los zulúes– que prácticamente no disponían de nada más que de primitivas armas blancas y que ganaron a base de movilidad, coraje y mucha mala leche (además de porque los mandos contrarios, como veremos, lo hicieron rematadamente mal, de juzgado de guardia, vamos). Como una extraordinaria metáfora de la batalla, en el cénit de la misma tuvo lugar un eclipse de sol. “En medio del combate el sol se volvió negro como la noche”, explicó un guerrero zulú.
He de confesar que en un alarde de impresentable etnocentrismo me identifico más con los soldados británicos masacrados en Isandlwana que con los zulúes victoriosos –y que también sufrieron de lo lindo ante las descargas cerradas de los fusiles Martini Henry, capaces de frenar la carga de un elefante–. He pasado largos ratos en el National Army Museum de Londres, que es como mi segunda casa, conmovido ante el cuadro original de Charles Edwin Fripp que reproduce con mucha épica el last stand de las tropas imperiales a punto de ser exterminadas. La última vez lo hice cubierto con una réplica del mismo salacot que portaban, adquirida en la tienda del museo –desgraciadamente el uniforme que vestía Peter O’Toole en Amanecer zulú se vendió en subasta en 2008–. Pese a que mi casco era del blanco reglamentario –ellos lo teñían en campaña con té o café para que no se viera tanto, aunque con sus guerreras rojas la verdad es que destacaban igual en el austero paisaje de Zululandia– me sentía plenamente integrado en la violenta escena (Fripp fue testigo de la guerra). Involuntariamente tragaba saliva y encogía el vientre recordando que los guerreros zulúes destripaban ritualmente a los enemigos con las lanzas cortas que eran su arma predilecta y que recibían el onomatopéyico nombre de iklwa, por el sonido de succión de la hoja al entrar y salir del cuerpo. Ensimismado en la pintura –en la que aparece el tamborilero de 12 años con el que hicieron cosas horribles– y con el salacot puesto me encontró Saul David, gran historiador de las guerras victorianas y especialmente de la zulú, con el que había quedado. David (autor de la imprescindible Zulu, 2004) ha desmontado algunos de los mitos que rodean la batalla de Isandlwana y ha comparado la invasión supuestamente preventiva del reino zulú en 1879 con la de Irak de 2003.
Para mí, Isandlwana tiene un algo de Little Big Horn africano. También allí, en las praderas de Montana, tres años antes (1876), un ejército moderno fue vencido por nativos que empleaban un método de combate tradicional y de manera similar la causa de la derrota fue que se obró arrogante y negligentemente y se subestimó la capacidad de lucha de los guerreros. En consecuencia, buena parte del 7º de caballería de los EE UU (unos 250 hombres) fue masacrada por los sioux y cheyennes como lo fueron –además de otros efectivos– seis compañías completas del también célebre (estuvieron en Saratoga, entre diversos fregados) 24º regimiento de a pie británico por los zulúes.
Menos famosa que la batalla de Rorke’s Drift –la del popular filme de 1964 Zulú–, que se desarrolló horas después y en la que un puñado de soldados británicos (139) atrincherados en un pequeño recinto fortificado resistieron a millares de zulúes, la de Isandlwana (que también tiene filme, de 1979, Amanecer zulú) tuvo lugar a los 11 días de que las fuerzas del imperio británico invadieran avec un coeur léger Zululandia, con vagos pretextos que ocultaban un propósito de anexión colonial. Bajo el mando del altivo lord Chelmsford, que despreciaba la capacidad militar de los zulúes –un poderoso reino sostenido por 40.000 guerreros adiestrados en una estricta disciplina guerrera iniciada por el implacable Shaka–, el ejército británico buscó al zulú para destruirlo.
El 20 de enero la columna principal acampó en la meseta de Nqutu junto a la gran protuberancia rocosa en forma de esfinge llamada Isandlwana, “pequeña casa”. Chelmsford cometió entonces dos errores clave: decidió no fortificar el campamento y dividió sus fuerzas, partiendo el día 22 de madrugada a la cabeza de 2.500 hombres –incluida la mitad del 24º– para seguir buscando al enemigo. Pero el principal impi (ejército) de éste estaba oculto cerca –esperando a que pasara la luna nueva, “luna muerta”, juzgada nefasta– y hacia mediodía se lanzó contra la posición británica adoptando su clásica formación de cuernos de búfalo (izimpondo zankomo) que había convertido a los zulúes en el terror del África austral: mientras el centro, la frente de la cornamenta, avanzaba directo hacia el enemigo, los flancos formaban dos columnas, los cuernos, que, avanzándose, lo rodeaban para aniquilarlo despiadadamente.
Pese a todo, el teniente coronel Henry Pulleine al mando del campamento tenía fuerzas suficientes para defenderlo: las seis compañías restantes del 24º, dos cañones, voluntarios de la colonia de Natal y tropas nativas (incluido el contingente semiindependiente del coronel Durnford, un carácter tipo Custer), en total cerca de un millar de blancos y 850 soldados negros (pobremente armados y motivados ni te digo). Pero Pulleine dispersó mucho sus efectivos, trató de cubrir un perímetro demasiado grande y no supo reaccionar adecuadamente al ataque zulú.
Aunque inicialmente el devastador fuego de la veterana infantería británica ralentizó y hasta llegó a detener un momento a los guerreros –el salvaje poder Zulú inmolándose a sí mismo en las hirvientes descargas imperiales, como escribe inspiradamente Donald R. Morris en la canónica y monumental The washing of the spears (1966)–, estos, echándole pundonor y arrestos (hay que tenerlos para cargar contra una fila de fusileros parapetados tras un escudo de piel de búfalo; las pesadas balas calibre 45 abrían grotescos boquetes en los cuerpos de los zulúes), lograron desbordar a los soldados, sobre todo al desbandarse unidades nativas aterradas que dejaron brecha en el frágil sistema defensivo. Contribuyó a la debacle que varias compañías se quedaran sin municiones y que la rigidez de algunos responsables de suministrarlas y la dificultad de abrir las cajas complicaran la reposición de cartuchos a tiempo.
Lo que siguió fue una matanza: atomizada en pequeñas bolsas sin suficiente capacidad de fuego, la resistencia fue colapsando ante el empuje de los zulúes, que ignoraban la civilizada costumbre de tomar prisioneros, rajaban a los caídos para que volaran sus espíritus y los mutilaban a fin de usar los trozos como talismanes. Vamos, para salir corriendo. Se produjo un terrorífico cuerpo a cuerpo: bayonetas y revólveres contra lanzas y mazas. El ejército acampado tuvo más de 1.300 muertos, incluida la práctica totalidad de las tropas regulares británicas (581 soldados y 21 de sus oficiales). En total perecieron 52 oficiales blancos; se salvaron solo cinco, todos con chaquetas azules, lo que despistaba a los zulúes. Un sastre londinense sintetizaría el duelo imperial por Isandlwana: “Triste asunto, muy triste; hemos perdido varios buenos clientes allí”.
Los atacantes tuvieron un millar y medio de muertos aunque muchos más murieron luego a causa de las heridas. “Una lanza ha golpeado el vientre de la nación”, se exclamaría el rey zulú Cetshwayo, un tipo realista, y por tanto muy pesimista, al conocer las pérdidas.
El final de la batalla fue un desesperado sauve qui peut con los miserables restos del ejército tratando de llegar individualmente al río Buffalo que marcaba la frontera con Natal mientras los zulúes los cazaban como a conejos. En 2009 aún se hallaron los restos de un soldado, el sargento M. C. Keane, al que se reconoció por un botón del uniforme que lo identificaba como oficinista del Estado Mayor; de poco le sirvió el enchufe. El campo de batalla quedó sembrado de cadáveres desfigurados –a los oficiales Pope y Godwin-Austen se les identificó por los monóculos– y de algunas cosas que los zulúes no se llevaron porque no sabían qué hacer con ellas, como las palas de cricket.
Guerreros con poco sexo
Pulleine y Dunford murieron en la batalla, el primero, se cuenta, escribiendo una carta de despedida a su mujer, que ya es ocurrencia en semejante trance, y el segundo, que a resultas de la rebelión de Langalibalele tenía el brazo izquierdo inutilizado y lo solía llevar como Napoleón, heroicamente, animando a sus hombres y hasta haciendo bromas (!). Mucho menos ejemplar, Lord Chelmsford trató de echarle las culpas del desastre a Dunford y salir él de rositas. Venció finalmente a los zulúes en Ulundi y capturó a su rey, Cetshwayo. Su reputación sin embargo quedó muy perjudicada e incluso su nieto, el famoso explorador Wilfred Thesiger, me dijo una vez que entre su abuelo y los zulúes, se quedaba con los zulúes. Chelmford murió durante una partida de billar en su club en 1905.
Isandlwana está llena de mitos, como suele pasar cuando los británicos pierden una batalla. Uno de ellos es el del coraje de los tenientes Melvill y Coghill galardonados póstumamente con la Cruz Victoria (CV) por tratar de salvar una de las cuatro banderas del 24º, el Queen’s Colour del primer batallón del regimiento. En realidad hay dudas de que no fuera una excusa para escapar de aquel infierno. El general Wolseley, que no tenía pelos en la lengua, manifestó que no le gustaba la idea de que los oficiales se marcharan a caballo mientras sus hombres de infantería estaban muriendo. En fin, lo de los dos tenientes, sirvió de épico consuelo por el desastre, como lo fueron también las 11 CV repartidas con mucha largueza entre los defensores de Rorke’s Drift, que permitieron mantener el honor a salvo y taparon muy oportunamente la metida de pata de Isandlwana.
Los guerreros zulúes, tecnológicamente muy inferiores a sus enemigos británicos, eran en cambio mucho más ágiles y rápidos –costaba escapar de ellos incluso a caballo– y estaban muy motivados. Entre otras razones porque los jóvenes no podían casarse y lucir el isiCoco, el anillo de fibra en la cabeza de los veteranos desposados, hasta haber probado su valía en combate. El forzoso celibato se aliviaba un poco con la práctica ocasional del ukuHlongonga, una rara concesión real que permitía una actividad sexual limitada con los miembros de los regimientos zulúes femeninos. Dicha relajación del estricto control sexual estaba sin embargo muy reglamentada y no iba más allá, según los especialistas del tema –que los hay–, del jugueteo y la mutua masturbación.
Babelia
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