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La aventura del barco encantado

Tras cruzar La Mancha, a 40 grados, y llegar a Aragón, está el lugar donde el Caballero de la Triste Figura afrontó uno de sus episodios más peligrosos

Julio Llamazares
El río Ebro y la barca de paso de Torres de Berrellén, aguas arriba de Zaragoza.
El río Ebro y la barca de paso de Torres de Berrellén, aguas arriba de Zaragoza. Navia (EL PAÍS)

“Por sus pasos contados y por contar, dos días después que salieron de la alameda llegaron don Quijote y Sancho al río Ebro”…

Así, de esta sucinta manera, resuelve Cervantes —en el capítulo XXIX de la segunda parte del Quijote— el viaje de sus personajes desde La Mancha, por donde andaban, hasta el gran río español, que discurre a trescientos kilómetros en línea recta de allí; una licencia literaria, pues, que hace pensar en una nueva broma del escritor hacia sus lectores y hacia quienes, tomándose en serio sus descripciones geográficas, intentan ajustarlas a la realidad incluso cuando, como ésta, se ve claramente que es imposible. Pues, ¿cómo hacer trescientos kilómetros en dos días a caballo y en burro como don Quijote y Sancho se dice que hicieron si no fue por arte de magia o subidos, en vez de en sus humildes monturas, en aquel caballo Clavileño con el que les tomaron el pelo al poco de llegar a Aragón, en el castillo o palacio de los Duques de Pedrola, al convencerlos de que tenía la propiedad de volar por los aires “rompiéndolos con más velocidad que una saeta”?

Las barcas de Ebro

En la Ribera Alta del Ebro, como a lo largo de todo el curso del río más caudaloso de los peninsulares, durante siglos el transporte de mercancías y el paso de una orilla a otra se hizo en barcazas, a falta de tantos puentes como existen hoy. En época de don Quijote —y de Cervantes, que es su alter ego— cabe pensar que no hubiera más de docena o docena y media para un recorrido de casi mil kilómetros, dada la gran anchura del río. Así que el tránsito de una ribera a otra se hacía en su mayor parte en barcazas, mientras que para el transporte de mercancías se utilizaban barcas de sirga tiradas por mulos desde las orillas.

Jesús Moncada, escritor aragonés en catalán, cuenta ese mundo en una novela, Camí de sirga, situada en la zona de Mequinenza, en la frontera de Zaragoza con Cataluña, que todavía en el siglo XX se mantenía prácticamente igual que en tiempos de don Quijote.

Pese a ello, muchas han sido las discusiones que entre los cervantistas ha habido sobre la ruta que seguirían don Quijote y Sancho hasta el Ebro desde La Mancha después de deambular varios días por ésta protagonizando una sucesión de aventuras que Cervantes quiso incluir en los primeros capítulos de la segunda parte de su novela y que quizá no tenía pensadas cuando comenzó a escribirla, ya que continuamente se contradice y se vuelve atrás de su intención de llevarlos a Zaragoza (como recuerda Terreros, Hegel llegó a sostener que el Quijote no es más que una trama para engarzar algunas novelas cortas, sospecha que, de ser cierta, aquí se notaría mucho más que en ninguna otra parte del libro). Sin entrar ni salir en la discusión —¿quién soy yo, un humilde escribidor, para mediar entre tan sabios filósofos?—, yo hago el recorrido por donde hoy lo haría Cervantes si volviera al mundo, esto es, por la autovía que une Madrid con Zaragoza siguiendo más o menos el trazado que haría por los aires el caballo Clavileño. Eso sí, parándome en Medinaceli, a mitad del camino, a comer (aquél, al hacerlo de un solo salto, no podría) y desviándome al llegar a la Almunia de doña Godina, ya en la provincia de Zaragoza, por el río Jalón hasta su desembocadura, que en tiempos de Cervantes era el camino de entrada al Ebro y el que seguirían, por tanto, don Quijote y Sancho Panza, vinieran desde donde vinieran. Y, como ellos también, al llegar a su orilla, pasado Alagón (donde dos mujeres a las que pregunté por ésta se sorprendieron, una, de saber que el río Ebro pasaba al lado de su pueblo, o me aconsejaron que fuera hasta Zaragoza, a treinta kilómetros, para verlo, la otra; menos mal que un policía municipal acudió en mi ayuda), contemplo con gran placer “la amenidad de sus riberas, la claridad de sus aguas, el sosiego de su curso y la abundancia de sus líquidos cristales” quizá en el mismo lugar en el que don Quijote y Sancho lo hicieron también cuando por fin llegaron a él. Aunque, bajo el puente que salva la carretera de Remolinos, que es ese lugar concreto, a pesar de que quedan señales de la existencia de un embarcadero antiguo, no se ve ninguna barca como la que don Quijote halló y a la que en ningún momento dudó en subirse pese a las advertencias de su escudero, que tuvo que imitarlo finalmente, qué remedio, iniciando una de sus aventuras más peligrosas y conocidas de su estancia en tierras de Aragón: la que Cervantes llamó aventura del barco encantado.

Ni encantado ni sin encantar. Río abajo y río arriba, aunque se ven más restos de embarcaderos y aunque un pescador me habla de una barca de madera en Boquiñeni, aguas arriba de donde estoy, reproducción de las antiguas barcas de transporte fluvial, y de dos barcazas en activo, pero para uso privado, en Torres de Berrellén y Sobradiel, al sur de Alagón, lo único que encuentro es la vegetación del río, que no es poco y más después de haber cruzado la meseta a casi cuarenta grados desde Madrid, y en el embarcadero del puente de Remolinos, junto al que regreso, a dos parejas de gitanos (“De Casetas”, me dicen, “ya cerca de Zaragoza”), que se están bañando en el río, ellos en bañador y ellas vestidas completamente, como es costumbre gitana, sin imaginar que donde ellos están don Quijote y Sancho Panza estuvieron a punto de morir al zozobrar la barca que el primero creyó encantado y que resultó ser de madera como Clavileño, propiedad de unos molineros que, por suerte para ellos, les rescataron del agua impidiendo que se los tragaran las ruedas del molino en el que molían.

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