Guillermo Roz: “El hambre me enseñó a tocar fondo”
El autor argentino cree que el éxito en la literatura es aprender a manejar la lengua española, que es como un milagro. El éxito es el castellano de Borges que nos enseñó a pensar
Pregunta. ¿De dónde viene?
Respuesta. Mi origen es España pero también es Italia, y un grupo de indios que nunca conoceré, una mezcla típica argentina en todos los sentidos. Mi sangre es la sangre mestiza, la que más me gusta.
P. ¿Qué quiere ser?
R. Escritor. Mi destino es poder aprender a leer y a escribir. Me parece que voy mejor con la lectura que con la escritura; me hice muy amigo de Camus, de Onetti. Ahora empiezo a entender algo después de leerlos hace unos 20 años.
P. ¿Cómo le ha ido en la vida?
R. Mi primera novela se titula La vida me engañó. Después de ese desengaño que me produjo aquella mujer que tuvo el buen tino de dejarme, la vida me ha dado todo, dos hijos hermosos, una mujer hispanofrancesa con la que tengo excusa para ir a Francia, la salud. Y unos padres que no me han dado biblioteca, sólo había tres libros y uno, el más importante, era de recetas de cocina. Pero esa carencia me hizo ser un salvaje con los libros, busco libros como uno que tiene hambre y nunca come bien.
P. ¿Tuvo hambre?
R. Pasé hambre aquí unos días que me enseñaron lo que es tocar fondo. Es lo más parecido a la muerte; pasar hambre es como desaparecer, como sentir que nadie te mira. Me hizo conocer lo que es robar yogures en los supermercados.
P. ¿Cómo fue eso?
R. Tuvo que ver con la necesidad de probar cuánto de escritor quería ser. España está totalmente ligada a la idea de ser escritor, de aprender a escribir. En Argentina me esperaban los brazos calentitos de mi mamá, algún trabajo que podía ofrecerme mi papá, los amigos que siempre te invitan a un asado, y aquí no tenía absolutamente nada. Además, la Castellana es tan dura cuando uno es emigrante y hace tanto calor en verano y tanto frío en invierno… Venía preparado para triunfar y el golpe fue muy duro. A eso se sumó la desolación amorosa. Fue una prueba homérica para mí. Estar charlando contigo en el café Gijón es como un sueño infantil, estoy embargado de emoción.
DNI urgente
Nació en Buenos Aires, en 1973. Vive feliz en Madrid.
Con Malemort, el Impotente (Alianza), ganó el premio Fernando Quiñones. Y el de narrativa Francisco Ayala con Les ruego que me odien.
P. ¿Cómo fue esa ruptura?
R. Me dejó por lo que te dejan las mujeres, por otro. Me quise tirar por la ventana, pero era el primero y me salvé. Por las tardes venía a penar aquí, la pena del emigrante, pobre, ilegal… Veía el Gijón, donde estaban los escritores de verdad, pero no tenía dinero para entrar. Un día me atreví y cuando vino el camarero me entró miedo, como un niño de cinco años.
P. ¿Qué imagina que es el éxito?
R. Leí una frase de uno de estos ricos y famosos que me pareció muy precisa de lo que yo siento: el éxito es que te quieran los que quieres que te quieran. Siento que me quieren y que me merezco el amor de esos pocos. Con eso me basta hasta el día de mi muerte.
P. ¿Cómo encuentra a sus colegas que ya tienen éxito?
R. En los escritores es más complicado; quizá el éxito en la literatura es aprender a manejar la lengua española, que es como un milagro. A esos los puedo contar con las manos. El éxito es el castellano de Borges, que nos enseñó a pensar con una lengua que además de una belleza galáctica, es universal.
P. ¿Cómo dejó de pasar hambre?
R. Cuando dejé de luchar. Hubo un cambio muy importante en mí: me di cuenta de que el que aprieta los dientes, pierde. Toda la vida me enseñaron que había que luchar, mi padre salía a las 10 de la mañana hacia su empresa metalúrgica y decía: “Hoy hay que luchar”. Y yo luché. Mi padre tenía un gran desasosiego conmigo porque él traía dinero y yo libros, un encontronazo que él supo encajar. Él me decía: “Está muy bien la escritura un ratito por la tarde, pero después tenés que trabajar”. Un día vino a buscarme a la universidad, paró el coche y me dijo: “¿Cuándo va a terminar tu relación con las letras?”.
P. ¿Qué le respondió?
R. “Creo que nunca, esto es un camino de ida”. Y recuerdo su cara de envejecimiento espontáneo en un hombre muy joven. Muchos años después, cuando publiqué mi primera novela —malísima, trataba de un desamor, eso no tiene literatura posible—, unos de los momentos más emocionantes de mi vida, apareció mi padre, vino a verme a la presentación y se fue al día siguiente. Una enorme sorpresa.
P. ¿Qué supuso?
R. Ese día me di cuenta de que estaba equivocado, que no hay que luchar sino caminar hacia donde uno quiere. También me di cuenta de que ese abrazo y esa sorpresa, sin haber tenido biblioteca, ni hablar en las sobremesas de los asuntos de los que podía hablar en la universidad, hacían de mí un escritor posiblemente menor: me daba unos motores internos para acometer una cantidad de obstáculos que tuve en estos años. Y los hice caminando hacia el sol literario al que voy ya sin apretar los dientes.
P. ¿A qué le tiene miedo?
R. A que le pase algo a mis hijos, todo lo fundamental de esta vida tiene que ver con mis hijos.
P. ¿Y al fracaso?
R. Sería abandonar esta filosofía que tengo del “no hay lucha”. La no lucha te hace entender que si le bajas los brazos a todos los demonios, ellos no te pegan, caminas y te sientas a tomar café con cualquier persona sin ningún tipo de complejos al qué dirán. Eres el que estás y no estás al tiempo, más que el enamorado del propio vivir.
Babelia
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