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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Verle todavía es un acontecimiento

Bob Dylan, durante su actuación en Barcelona de 2010. En el concierto de anoche en la ciudad catalana, no permitió la entrada de fotógrafos.
Bob Dylan, durante su actuación en Barcelona de 2010. En el concierto de anoche en la ciudad catalana, no permitió la entrada de fotógrafos.Gianluca Battista

Adicto a los escenarios, pocas son las plazas españolas que le quedan por visitar a Bob Dylan, pero en contadas ocasiones se habrá encarado a una audiencia como la acomodada anoche ante el gran escenario emplazado en las escalinatas del palacete real del Festival Jardins de Pedralbes, en Barcelona. Con las localidades premium a 350 euros, muchos dylanitas han optado por viajar a otras capitales donde también actúa. Por edad, es natural que quien cantaba en los sesenta a una revolución generacional pendiente, hoy ejerza de trajeado crooner, lejanos los tiempos de bohemia, ante una audiencia sin agobios a fin de mes. Rememorando al joven iconoclasta de Like a Rolling Stone, sorprende tanto lujo.

El escenario oscurecido, la banda dispuesta y el cantante presente ante el micrófono. Sin guitarra. Arranca Things Have Changed, suave y áspera a la vez, con ese rumor de la música americana de raíces esparciéndose por una sofocante noche estival, puntuada por las elegantes guitarras eléctricas de Charlie Sexton y Stu Kimball, sostenida en el bajo de Tony Garnier y la batería de George Receli, entonada por una estropajosa, magnética voz. Una voz que parece haber vivido mil años, que dice las canciones a contrapelo, certera en su excentricidad tonal, rítmica. A continuación, una irreconocible She Belongs to Me, una sentida Workingman’s Blues #2 y los saltarines ecos de la Gran Depresión que trae Duquesne Whistle, recordándonos que cuanto más se aproxima el futuro, más lejos viaja Dylan hacia el pasado.

La banda ronronea densa, punzante cuando así lo requiere el tema; otras veces, se despliega sutil, variada en matices. El repertorio lo sustentan sus obras del nuevo milenio, que han reavivado las brasas de su inmenso talento para asimilar la cultura popular en correoso rhythm and blues y baladas de senectud, con poderosas revisiones de Pay in Blood, Forgetful Heart o una descorazonadora Long and Wasted Years. Picotea en los clásicos, desmenuzados y reconstruidos; Tangled Up in Blue, Simple Twist of Fate o un Blowin’ in the Wind sentado al piano, por capricho más que pleitesía. Y promociona el álbum dedicado a Sinatra con Autumn Leaves.

Son los momentos más acordes con ese público en las primeras filas, que aplaude cada nuevo y transmutado tema como si lo reconociese. Asisten quizás sin saberlo a la genuina refundación en tiempo real de un amplio espectro de la música norteamericana de posguerra. Domina extrañamente la escena, pese a su actitud entre ausente y dilecta, una enjuta figura tocada con sombrero que, aún arrastrando las abultadas redes de un pesado acervo, se resiste a la nostalgia, sigue inventando. Verle es todavía un acontecimiento.

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