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EL OBSERVADOR DISPERSO
Tribuna
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Félix de Azúa, el amable provocador

La fina ironía y la sobria elegancia del escritor y profesor de arte llegan a la Academia

José Andrés Rojo
Félix de Azúa
Félix de AzúaSusanna Saez

Algo hay de invitación al punto final en El aprendizaje de la decepción. Si por fin se ha sabido que aquello que se proyectó no terminó nunca de cuajar o si lo que se nos había prometido tampoco apareció por ninguna parte, es lógico pensar en la retirada. Todo esto es decepcionante, así que me borro. En la introducción del libro que se publicó con ese título en 1989 y donde reunía los artículos que había ido escribiendo a lo largo de diez años Félix de Azúa contaba que, al revisar sus viejos papeles, pensaba que iría encontrando “una confusa relación” de sus “perplejidades”. Lo que descubrió, al final, es que llevaba diciendo lo mismo durante veinte años. Así que se hacía un propósito: el de enmendarse y no repetirse ya nunca más. Más adelante hacía dos llamativas observaciones. Le rogaba al lector que no se tomara esos escritos como si fueran “opiniones expresadas ante las cámaras de televisión, con el rostro de trascendental y eterna inutilidad que se le pone a uno cuando hace de producto”. Y sugería que se leyeran esas páginas “como si de una conversación se tratara; algo inane, informal, un pasatiempo”. El caballero que ayer fue elegido para ocupar el sillón H en la Academia siguió desde entonces escribiendo y publicando y, seguramente, si volviera sobre lo que ha hecho comprobaría hoy que no ha dejado de regresar sobre un puñado de asuntos.

No importa gran cosa. Casi mejor. Félix de Azúa lleva ocupándose desde hace tiempo de una serie de cuestiones y lo ha hecho siempre con una distancia amable, como si anduviera escribiendo siempre con una sonrisa y escapando de la solemnidad como de la peste, atento a meter el pie cuando fuera posible para encontrar un hueco entre las palabras y sacudir con una provocación. A la manera de un tipo travieso que disfruta en la tarea de aprender, aunque el aprendizaje resulte al cabo el aprendizaje de la decepción, y vaya descubriendo que el resultado nunca es producto de un cálculo ni obedece a lo previsto, y que es totalmente falso que “el escritor posee o controla sus intenciones”.

Su última novela, Génesis, cierra un ciclo que inició con Autobiografía sin vida y continuó en Autobiografía de papel. Contarse a sí mismo, qué ha pasado, qué fue de lo que se hizo, dónde se ha ido a parar. “Soy arisco y misántropo”, escribe ya casi al final de Génesis. “Sólo me he ocupado con verdadera pasión del arte y la literatura, actividades características de aquellos que, habiendo conocido el Paraíso, lo perdieron”. Vaya, para llegar a ese punto se metió en el berenjenal de tres libros. Lo hizo, seguramente, porque mereció la pena, una conversación nada más, “algo inane, informal, un pasatiempo”.

Autobiografía sin vida tiene que ver con el arte, la primera de las dos pasiones a las que se refiere. Ya muy pronto, Azúa apunta ahí: “La nebulosa imaginaria que nos hace ser lo que somos se compone de aquello que tememos escape a nuestro control, lo que deseamos que permanezca, y también aquello que nos produce un dolor intolerable”. Y para ir buscándole el sentido a esa tremenda complicación que somos, toma lo que es “una vida” como “una irresistible corriente de imágenes…”. Y suelta: “…ese torrente es todo lo que somos y no hay nadie ‘fuera’ para echarnos una mano”.

Sólo me he ocupado con verdadera pasión del arte y la literatura, actividades características de aquellos que, habiendo conocido el Paraíso, lo perdieron

Así que arranca con los cuatro caballos de la cueva de Chauvet. Con esa hipótesis: que esos cuatro caballos nos han hecho ser los que somos. Como nos ha conformado también esa imagen tan próxima, la de la cruz, y más aún a todos los que estudiaron en España entre 1940 y 1980: presente en todas partes como una maldición o como salida, como una sórdida compañía o una gris imposición. Azúa avanza con las imágenes y repara que “el muerto en la cruz era, efectivamente, el dios, el último dios”. Y ahí aparece ese afán suyo de meter el pie a lo largo del discurso para que las palabras enciendan una chispa: “De ese modo, al matar al último dios matamos con él nuestra aspiración a la inmortalidad y nos hicimos demócratas”.

La catedral de Beauvais, por ejemplo. Luego Rembrandt y la Holanda del siglo XVII, donde la vida corriente se transfigura en arte. Jacques Louis David y la Revolución y la sangre derramada (El asesinato de Marat). Pasa por Goya, se detiene en Rothko y en la muerte de Rothko, luego se asoma a la Documenta de Kassel del verano de 1972, la que dirigió Harald Szeemann. Va recorriendo esas obras de arte, exprimiéndoles cuanto dan de sí con la voluntad de contarse y, de paso, nos cuenta. Esa historia nos suena, resulta tremendamente familiar.

“Lo que las palabras dicen, lo estamos diciendo sin querer y sin embargo es el sentido del mundo”, escribe Azúa. Y un poco después: “Durante el momento poético no decimos palabras sino que las palabras nos dicen. Tampoco es una locura: no es cierto que primero pensemos y que luego hablemos sino que pensamos hablando o hablamos pensando –según ha reiterado Clément Rosset (y Pierce y Wittgenstein, pero Rosset hace muy poco)–, y eso es ya escribirlo. La cercanía de las palabras es poética, su separación como aparato técnico, como lenguaje, es literatura”.

De eso va el pulso que estableció Azúa con la escritura en Autobiografía sin vida. Acercarse a las imágenes para reconstruir en palabras un posible sentido, y llegar quién sabe si a lo de siempre. “Ésta es la desdicha: que no hay nada entero, todo es composición imaginaria, inestable equilibrio de átomos y moléculas sostenido por campos de atracción invisibles que se desgastan hasta dejar caer las partes cada una por su lado como castillo de naipes derrumbado”.

Autobiografía de papel tiene que ver la segunda de las pasiones a las que se refiere en Génesis, la literatura. “Como he advertido más arriba, este no es el discurso de un yo, sino el de un caso. No es un asunto mío definir o explicar lo que he escrito y mucho menos valorarlo. En cambio sí puedo contar mi experiencia, que es la de varios cientos (quizá miles) de jóvenes que empezaron a escribir con intenciones artísticas entre 1960 y 1980”, escribe Azúa. Y a eso se aplica. De nuevo con esa distancia irónica, que es marca de la casa, y con el placer de hurgar en ese territorio oscuro, confuso y un poco estúpido en el que se movieron cuantos anduvieron en esa batalla con las palabras: poesía, novela, ensayo, periodismo.

Azúa, en 2007
Azúa, en 2007Carmen Secanella

Primero trata de la poesía, que nació como “lengua de la verdad” en la tragedia griega y a la que se tuvo luego en la primera mitad de siglo XX como el “estadio supremo del arte del lenguaje”, “como lenguaje de lo incomunicable, como ruptura de la frontera cognoscitiva, como medio de acceder a lo inaccesible...”. Es decir: “el poeta como chamán de la tribu”. Y se acuerda de Valente y la poesía del silencio, de lo indecible, de lo innominable. Y reconoce: “La nuestra fue posiblemente la última generación que tuvo maestros, es decir, que enlazó respetuosamente con el pasado”. Y fue su generación, precisamente, la que consiguió no tomarse en serio “(públicamente) la moralidad de la poesía y su capacidad para cambiar el mundo” y pudieron así escribir no de las grandes cosas sino de las corrientes y fueron, por tanto, los que vieron cómo terminaba una época, la que hizo de los poetas y artistas los sustitutos de los mártires de la revolución. “Fracasé como poeta”, entona Azúa entonces con su punto de irónica grandilocuencia. “Aunque yo lo atribuyera a un fracaso más general, el de la imposibilidad de mantener la ambición moderna de una poesía como fuente de conocimiento, en igualdad con la ciencia y la religión, lo cierto es que, como consuelo, era triste”.

No es cierto que primero pensemos y que luego hablemos sino que pensamos hablando o hablamos pensando, y eso es ya escribirlo

Luego vino la novela, con la que seguramente se pretendía ligar un poco más y que les permitió abrirse al mercado e igual hasta les condujo a algunos a ganar dinero. En los años setenta del siglo XX, explica Azúa, “se exaltó en términos lingüísticos y filosóficos la obra de aquellos novelistas que habían extendido la prosa a la poesía: James, Proust, Kafka, Joyce, Faulkner, Céline, incluso Virginia Woolf”. Pero hacia 1984, cuenta, aquel juego lírico con la prosa ya no tenía sentido. Llegó la decepción (y el aprendizaje de la decepción), así que decidió romper con el pasado sin caer en la nostalgia o la queja y le salió su Historia de un idiota. Las cosas que pasaban en este país les tocaban también a los escritores y en 1982 Felipe González había ganado las elecciones. Azúa: “¿Quién nos iba a decir que sería ese gobierno socialista el que impondría en España el capitalismo verdadero, nos metería en la OTAN, haría crecer una de las bancas más fuertes y abusivas de Europa y acabaría con todas las fantasías estudiantiles de la izquierda analfabeta? Era el momento para dejar de hacer el idiota, en efecto”.

Tocaba practicar el ensayo. Puesto que los tiempos gloriosos se han ido al carajo y ya no hay palabra que vaya a resumir el mundo, más vale dedicarse a hacer pruebas, tentativas, estudios. Como quien dice, en voz baja, sin la antigua alharaca del iluminado. Cuenta Azúa que los de su generación estaban convencidos de que, tras el Mayo del 68, “lo que iba a crecer era la revolución, el paraíso del proletariado, el sol rojo del camarada Mao o incluso Euskal Herria y los Països Catalans”, pero al cabo constataron que lo que “en verdad creció fue la píldora”. Así que se derrumbaron los naipes que armaban aquel castillo de la pureza y no hubo más remedio que trajinar con lo que había: “La decepción y el desencanto se producen cuando las soluciones que nos han servido parta sobrevivir en tiempos revueltos se demuestran como la principal causa de que esos tiempos fueran revueltos”. Adiós, pues, a la grandes palabras y a los gestos imponentes. Y tan lejos empezaron a quedar que hasta el ensayo empezó a resultar incómodo en una casa tan revuelta y cambiante.

Convenía trasladarse al periodismo, el único lugar donde todavía se podía hacer literatura “sin que se te caiga la cara de vergüenza”. Todo vino de la intensa internacionalización que se produjo en los años setenta, que anunciaba ya la globalización. Azúa: “Pues bien, esa cultura global no es otra cosa, a mi modo de ver, que la entronización de la cultura periodística, el único género que exige un conocimiento superficial, pero lo más extenso, del mundo”. Entró, entraron los de su generación, en los periódicos. Y ahí siguen, cuando todo empezó a cambiar con la llegada del nuevo milenio. De nuevo Azúa: “Y es que los periodistas (de diarios) han perdido la batalla de la noticia, o de la falsa noticia, o de la retórica de la noticia. Tengo para mí que no hay color entre las imágenes del atentado contra las Torres Gemelas, tan increíblemente parecidas a una película de Bruce Willis, y su relato. Los diarios comprendieron, ese día, que el mundo del futuro ya no era suyo. O mejor dicho, que el periodismo mismo había cambiado para siempre de soporte”. Y en ésas estamos.

Toda esta labor de corte y pega, no otra cosa es esta larga exposición de los últimos libros de Azúa, que se tome como un servicio a los académicos que tendrán desde ahora un nuevo inquilino en el sillón H. Para que sepan del tono distante, de la mirada amable e irónica de este escritor que hace poco publicó la última entrega de su peculiar periplo por su autobiografía, la novela Génesis. Con ese atrevimiento tan propio de su estilo, y ya que se afanó antes con el arte y la literatura, le venía bien irse todavía más lejos, al principio de todo. A la historia de Adán y Eva, y luego a Caín y a la larga marcha persiguiendo siempre su razón de ser. “Antes de comenzar su existencia, el humano ya había adivinado que la suya era una creación sin final, sin sentido, sin gracia alguna, y que su presencia en la Tierra era ornamental”, apunta Azúa.

La decepción y el desencanto se producen cuando las soluciones que nos han servido parta sobrevivir en tiempos revueltos se demuestran como la principal causa de que esos tiempos fueran revueltos

Cierto, el barullo del principio, aquel remoto Edén con la fauna y la flora en todo su esplendor y con la presencia próxima de la divinidad. Hasta que vino el episodio del árbol de conocimiento y ese incómodo descubrimiento que lo llevó a entender “que sólo es posible alcanzar la inmortalidad si aceptas la mortalidad, pues la una no puede ser sin la otra, y comprendieron que a partir de aquel momento iban a estar solos en el mundo”. O lo que todavía complica todo más, cuando Caín tuvo el arrebato aquél y se cargó a Abel, y se supo que “el supremo conocimiento” es saber “que la creación es un castigo y lo hemos de vivir como una fiesta si no queremos caer en la sinrazón”.

Ya lo hizo en El aprendizaje de la decepción, cuando les pidió a los lectores que se asomaran a esas páginas “como si de una conversación se tratara; algo inane, informal, un pasatiempo”. Y, quién sabe si por eso, al tiempo que se fue tan lejos al origen de todo, a Félix de Azúa en este último libro le tentó la travesura de irse también a la Venezuela de los años cincuenta del pasado siglo para contar la historia de la viuda Mariló y de Álvaro, su sobrino vasco, y de su hija Verónica y del mafioso Alvise. Y el lector, como se salta en una conversación de un lado a otro, tiene que salir de las tribus arcaicas que parten en busca de Caín y pasar a fijarse en la belleza de un magnífico automóvil del año 1942, el Lincoln Zephyr Club. O, bueno, tiene que entretenerse con los perversos negocios en los que se hace dinero con el despacho que Marcel Breuer hizo para la Bauhaus. Pero, en fin, toda eso está en el Génesis. Ahora lo que toca, simplemente, es felicitar a Félix de Azúa. Y felicitar a los académicos. Lo van a pasar francamente bien.

Félix de Azúa. El aprendizaje de la decepción. Selección de artículos al cuidado de J. Á. González Sainz. Pamiela. Pamplona, 1989. 208 páginas. (En Anagrama. Barcelona, 1996. 224 páginas. 5,41 euros.)

Félix de Azúa. Autobiografía sin vida. Mondadori. Barcelona, 2010. 168 páginas. 17,90 euros.

Félix de Azúa. Autobiografía de papel. Mondadori. Barcelona, 2013. 178 páginas. 17,90 euros.

Félix de Azúa. Génesis. Literatura Random House. Barcelona, 2015. 184 páginas. 16,90 euros.

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Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

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