Así actuaba el ladrón de la catedral de Santiago: las imágenes
EL PAÍS accede a los vídeos de la cámara de seguridad y los diarios íntimos del electricista, que destapan las elevadas sumas que se embolsó
“Feliz año nuevo 2005. Saqué 224.970 euros, o sea, 37.431.858 pesetas”. Siempre, en Nochevieja, el electricista de la Catedral de Santiago, Manuel Fernández Castiñeiras, festejaba las campanadas haciendo balance. El resultado lo anotaba en alguna de las 36 libretas en las que, desde 1994, fue escribiendo los diarios de su vida en la catedral. La trama, una letanía monótona en la que enumera acciones tan triviales como los cafés que toma, el lugar donde aparca, las misas y rosarios a los que asiste cotidianamente, las instalaciones eléctricas y bombillas que coloca y hasta sus visitas al retrete, se trunca precisamente en 2005. Se trató de un año próspero para él (“hasta hoy, 273.530 euros, o sea, 45.511.562 pesetas”, anota en su contabilidad provisional de septiembre), pero no fue tan feliz como se lo prometía. En el último trimestre sufrió un ictus que lo confinó en una cama hospitalaria y, cuando se recuperó, Manolo ya nunca fue el mismo. Siguió robando, al menos eso concluye la policía por el dinero incautado y por lo que muestran los vídeos de una cámara de seguridad que él creía averiada. Pero su relato contable se vuelve más vago y se trunca.
Además de otras muchas pruebas, el juez instructor, José Antonio Vázquez Taín, y la Brigada de Patrimonio Histórico de la Policía Judicial cuentan hasta 2005 con sus diarios, y desde 2010 con el regalo que escondía la cámara del despacho del administrador. Todo el mundo en la catedral la daba por muerta hasta que un empleado de la empresa instaladora comentó que esos aparatos estaban equipados con una memoria interna que seguía filmando aunque alguien deliberadamente los hubiese estropeado. Después de tediosos días de visionado (más de dos años de película), los agentes cosecharon 40 vídeos en los que aparece el electricista entrando en administración y metiendo la mano en la caja.
Fernández Castiñeiras se lo tomaba con calma. Solía elegir para sus presuntos saqueos algún momento entre las tres y las cinco de la tarde, cuando la basílica quedaba desierta. Las grabaciones inéditas del sumario, a las que ha tenido acceso EL PAÍS, fechadas entre el 16 de diciembre de 2010 y el 15 de mayo de 2012, poco antes de su arresto, retratan a un hombre de costumbres fijas que se mueve con parsimonia pese a que supuestamente está cometiendo un delito. El electricista abre con cautela la puerta, revisa el quicio y el techo. Fuentes de la investigación explican que es una persona “muy desconfiada, que incluso guardaba una pistola”: lo que intenta en los vídeos es evitar alguna trampa, una cámara nueva (diferente de la que cree que no funciona) o un “testigo” en forma de “papel o palillo” que alguien hubiera puesto sobre la hoja de la puerta para delatar al intruso.
Él, según las mismas fuentes, solía hacer lo mismo en su casa para descubrir si su mujer o su hijo (también acusados de blanqueo) se colaban en una habitación que llamaba su “despacho”, donde atesoraba y contabilizaba a placer su fortuna secreta. El hombre callado que entró a hacer chapuzas en la catedral gracias a la buena fama de su madre, la lechera que suministraba al arzobispo, imaginaba que el administrador podría echar en falta algún día los gruesos fajos que supuestamente se embolsaba. Habría logrado hacerse copia de la llave en los tiempos en que este cargo lo ocupaba un canónigo casi ciego. Por eso en los vídeos no necesita forzar nada: abre la caja, saca una bolsa donde se guarda el dinero que cada 15 días sale del templo en carretilla para depositarse en el furgón del banco, y coge montones. Sobre todo euros y dólares, aunque la Audiencia ha elaborado una relación en la que figuran, según otra fuente del caso, “monedas de todos los países del mundo, hasta algunas sin identificar”.
No conforme, después toma calderilla y documentación presuntamente importante o comprometida. También aparece desmontando con herramientas algún cajón, apropiándose de llaves que le pueden servir, rebuscando en los papeles, abriendo sobres, metiéndose en la chaqueta o la camisa dossieres completos de información que le interesa, igual que sacó el Códice y antes ensayó con una pila de facsímiles. Nunca nadie notó nada. Al menos nunca se denunció. Un investigador asegura que porque entonces la catedral “no contaba el dinero: solo lo juntaba y lo mandaba al banco, que era el que luego les decía cuánto era cada vez”.
La película inédita apareció en la memoria interna de una cámara averiada
El electricista reconoció ser el ladrón del Códice. Lo habría robado por venganza contra el viejo deán y archivero, José María Díaz, que lo obsesionaba. También por los pecados que dice haber presenciado dentro, y porque se le dieron esperanzas de un contrato laboral que no cuajó. Varios canónigos lo empujaron a irse y llegaron a cambiar la cerradura del cuarto de una torre donde se refugiaba a contar, su gran satisfacción antes de cumplir con su otra debilidad en la vida: orar y dar gracias a Dios. “Vine por la catedral, saqué 20.735 euros, luego conté, luego a rezar”, escribe un día como tantos otros en sus diarios.
Pero su abogada aspira a probar que buena parte de su patrimonio era fruto de su trabajo y de un afán desmedido por el ahorro. También ha presentado un informe psicológico con el que pretende demostrar que sufre un síndrome obsesivo compulsivo “de tipo acumulador”. Algo que el propio Castiñeiras considera un legado genético de su padre. Pero su progenitor coleccionaba trastos inútiles en una pobre caseta fabricada con latas, y él solo manifestaba un interés irreprimible por los documentos, las cartas y el papel moneda.
Babelia
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