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D’Annunzio, el héroe mesiánico

El autor reflexiona sobre la volcánica dimensión de Gabriele D’Annunzio

El escritor italiano Gabriele D’Annunzio.
El escritor italiano Gabriele D’Annunzio.topham picturepoint

Gabriele D’Annunzio es el personaje ideal para tratar de explicar las ideas, motivaciones, deseos, aspiraciones y estados emocionales de muchos italianos en los años anteriores al ascenso del fascismo. La reciente biografía de Lucy Hughes-Hallett, traducida al castellano como El gran depredador (Ariel), explica la complejidad de los dos D’Annunzios aunque, para ella, “son uno y el mismo”: el “aceptable”, que escribió bellos poemas y obras que le valieron la admiración de escritores como James Joyce, Marcel Proust o Henry James; y el “abominable”, que instigó a sus compatriotas “a ir a la guerra y empapar la tierra con sangre”.

Ese segundo D’Annunzio, “defensor de los más peligrosos ideales de patriotismo y gloria”, interesa especialmente al historiador, porque su nacionalismo beligerante, su brillante utilización de la publicidad y de los medios de comunicación de masas, su forma de “hacer política”, tan influyente en el fascismo, fueron los que le convirtieron en un nuevo tipo de figura pública. Por mucho que se destaquen sus escandalosos amoríos o su talento literario, lo relevante es que tanta gente aceptara y siguiera sus diatribas contra las autoridades corruptas y pacifistas y su glorificación del militarismo.

Desde que estalló la Gran Guerra, la sociedad italiana vivió un áspero debate y división sobre la intervención o la neutralidad. Frente a socialistas y liberales, se formó una mezcla explosiva de intervencionistas —revolucionarios, socialistas disidentes y nacionalistas de extrema derecha— unidos por la creencia de que Italia, relegada a un segundo plano por el sistema político internacional, tenía que reclamar un lugar en el sol entre los grandes poderes. Eran todavía pocos, sin la fuerza suficiente para alterar el sistema político liberal, pero la guerra iba a socavar ese orden y les iba a abrir grandes oportunidades.

Porque esa guerra resultó larga, destructiva y, cuando acabó, el balance de víctimas para Italia era trágico: más de medio millón de muertos y un millón de heridos, de los cuales, casi la mitad, quedaron inválidos para siempre. El coste de vida en 1919 cuadriplicó el de 1913 y la desmovilización y vuelta a casa de dos millones y medio de soldados hicieron del trabajo un bien escaso. Las huelgas y ocupaciones se extendieron por la agricultura y la industria, hubo un espectacular crecimiento del socialismo y los patronos y terratenientes comenzaron a financiar grupos armados para destruir la revolución.

D’Annunzio (derecha) con Benito Mussolini
D’Annunzio (derecha) con Benito MussoliniCordon press

Fue en ese escenario de guerra y posguerra desastrosas en el que D’Annunzio se movió como un lucio —The Pike es el título en inglés del libro de Hughes-Hallett—, un depredador que plasmó en su oratoria guerrera la necesidad de purificar con la violencia esa sociedad decadente. Combatió, se quedó ciego del ojo derecho cuando el fuego antiaéreo alcanzó el avión en el que volaba, volvió al frente para mandar un escuadrón de bombarderos y, cuando millones de europeos esperaban, cansados de tanta muerte, el final de la guerra, declaró: “Ya huelo el tufo de la paz”.

Italia, como vencedora de la guerra, recibió importantes ganancias a costa de su enemigo tradicional, Austria, pero no obtuvo colonias en África, el sueño de muchos nacionalistas, y todas las promesas sobre la costa dálmata, que D’Annunzio reclamaba para formar la Gran Italia, se esfumaron. “Victoria nuestra, nadie podrá mutilarla”, escribió el poeta para convertirlo en uno de sus lemas y continuar el conflicto. Lo hizo en Fiume, una pequeña ciudad en el norte del Adriático reclamada tras la guerra por Italia y Yugoslavia, que ocupó en septiembre de 1919 con un grupo de veteranos de guerra, desafiando al Parlamento, al Gobierno y al orden internacional. Cuando tuvo que abandonarla por la fuerza, en enero de 1921, se había convertido en el héroe de los italianos ansiosos por reparar la ignominia de la “victoria mutilada” y destruir al Parlamento, “una horda nauseabunda de tunantes e idiotas”.

D’Annunzio no fue un fascista, pero “el fascismo sí era dannunziano”. Y aunque se retiró, tras la derrota en Fiume, a los 57 años, a una casa en las colinas al lado del lago Garda, los 15 meses pasados allí transformaron su popularidad en poder y culto a la personalidad. Las camisas negras, el saludo romano, la glorificación de la virilidad, la juventud y la patria eran elementos “ya presentes en Fiume tres años antes de la marcha de Mussolini en Roma”.

Murió el 1 de marzo de 1938, cuando el héroe nacional que le había sustituido cargaba sobre sus espaldas más de una década de dictadura. D’Annunzio ya no vivió la Segunda Guerra Mundial, ni la extrema brutalización de la política que condujo al Holocausto, una palabra que él utilizaba a menudo, “un baño de sangre que permita eliminar la pestilencia”. Pero esa historia de atrocidad moral debía mucho al poeta, seductor y predicador de la guerra.

Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.

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