El que dice no
De Raimon algunos aprendimos cuando éramos muy jóvenes a decir no con gallardía y alegría
Hay una belleza en el gesto del que dice no, con calma y firmeza, o a veces con furia, el que dice no al enemigo o al déspota que quiere subyugarlo y también el que dice no a quienes esperaban y confiaban en que dijera sí, a los cercanos, los suyos, los que se sentirán dolidos por su inesperada negativa, incluso traicionados, los que tal vez después de haberlo nombrado hijo predilecto deciden degradarlo a hijo pródigo. Hay un no heroico que conduce con seguridad al cautiverio y a la muerte, y ese es un no que no puede exigírsele a nadie, porque nadie está en condiciones de exigir lo que no sabe si él mismo haría, aunque hay seres humanos lo bastante mezquinos para juzgar con dureza a quienes han sufrido mucho más que ellos.
Una de las ventajas menos celebradas de la democracia es que excluye la necesidad del heroísmo en la vida pública. Decir no en una tiranía acarrea la desgracia inmediata, y no solo para quien decide no seguir la corriente, sino para todos los que lo rodean. Los regímenes totalitarios han sido siempre grandes creyentes en la culpabilidad por parentesco, por contagio. Si a un ciudadano soviético lo acusaban de conspirador o de enemigo del pueblo las consecuencias las pagaba ecuánimemente toda su familia. En un libro que trata de la heroicidad de decir no, y de decir no pudiendo fácilmente haber dicho sí, el historiador alemán Joachim Fest contaba el acoso a que sus hermanos y él mismo se vieron sometidos cuando su padre, un director de escuela que militaba en el Partido Católico de Centro, se negó a jurar lealtad al régimen de Hitler. Hay formas sutiles de integridad que solo conocen quienes las han vivido. En Alemania, cuenta Fest, muchas personas contrarias a los nazis tomaban la precaución, al salir a la calle, de llevar las dos manos ocupadas con algo, y así tenían una excusa para no levantar el brazo en el saludo obligatorio. Su padre, el digno católico conservador que no cedía ni un milímetro, se negaba también a secundar esa astucia, y salía con las manos libres. Ir por la calle con las manos en los bolsillos puede ser un gesto de heroísmo.
En las democracias mucha gente que podría y debería hablar dice que sí en vez de decir no por miedo a no estar de moda
Hay un no secreto y formidable en ese momento en que Borís Pasternak y Vasili Grossman deciden, cada uno, escribir una novela que por contar la verdad sobre el horror de las vidas destrozadas por la tiranía soviética correrán el peligro seguro de no ser publicadas, y además de que sus autores acaben en la cárcel. La integridad de experiencia que exige la creación de una obra de arte es incompatible con cualquier arreglo o cualquier deferencia hacia los censores. En 1973, en la siniestra postrimería franquista, Juan Marsé vislumbró la que iba a ser su novela más radical hasta entonces, más poderosa, más sombría, más cercana al corazón de su memoria infantil y su conciencia política, Si te dicen que caí. Y porque esa novela le importaba tanto decidió escribirla, contaba años después, como si el franquismo no existiera, con una libertad de espíritu que no aceptaba rebajarse a la mínima concesión, porque hacer eso habría sido infamar lo más noble que tenía.
El no empieza siendo muy poco, una sílaba dicha en solitario, o ni siquiera eso, un gesto de la cabeza, y a veces puede derivar en revuelta colectiva, pero siempre preserva su irreductible semilla individual, porque hay una parte de la conciencia que ha de mantenerse en guardia contra las coacciones de lo colectivo y de lo unánime, y porque el ciudadano digno se negará siempre a disolverse en una masa. Durante la huelga de los trabajadores de la basura, en Memphis, en la primavera de 1968, cada huelguista llevaba a las manifestaciones una pancarta idéntica, pero individual, que reclamaba, incluso en la lucha colectiva, la singularidad de cada persona solitaria: estremece ver en las fotos en blanco y negro a esos hombres dignamente vestidos a pesar de su pobreza y exigiendo entre todos la dignidad de cada uno: “I am a man”. Ella sola, sin pancarta, con sus gafas, con su ancha sonrisa, con las manos de trabajadora quietas sobre el regazo, Rosa Parks dijo que no cuando le exigieron que cediera su asiento en el autobús a un pasajero blanco, y esa tersa negativa fue mucho más poderosa porque una persona sola, una mujer, se había atrevido a ejercerla. Por supuesto que Rosa Parks, en contra de muchas leyendas, era una militante concienzuda, que tuvo una larga carrera de activismo político antes y después de aquel día. Pero la belleza plena de su gesto está en esa soledad tan frágil, en su fortaleza misteriosa. Es admirable el negador airado, a la manera de Thomas Bernhard, pero no hay menos mérito en los disidentes sigilosos. En plena epidemia de fervor evangélico, en la diminuta Amherst, en medio de una familia religiosa, Emily Dickinson elige decir que no: “Algunos observan el sábado yendo a la iglesia / yo lo observo quedándome en casa”.
A lo que Raimon dice no no es a la independencia, sino a la aquiescencia, a la astucia discreta de la conformidad
La democracia vuelve en gran medida innecesario el heroísmo, pero no le ahorra al disidente las incomodidades o los disgustos de llevar la contraria, más todavía en estos tiempos en los que cunde tan jovialmente lo que Jaron Lanier ha llamado “maoísmo digital”, la súbita agresividad colectiva contra una sola persona. El que está solo y da la cara siempre es vulnerable: en el anonimato de Internet se pueden disfrutar como nunca los viejos placeres del ultraje unánime y el linchamiento.
Pero las cosas pueden ser todavía más banales. Es humanamente comprensible que uno baje la cabeza por miedo a la policía, pero en las democracias mucha gente que podría y debería hablar dice que sí en vez de decir no por miedo a no estar de moda. Un director de cine que no se atrevía a defender el trabajo intelectual contra los desafueros de la piratería me dijo una vez, más bien patéticamente: “Tío, es que es muy duro que te digan que ya no eres guay”. Alguien observó que muchos directores, actores y guionistas de Hollywood secundaron la caza de brujas del senador McCarthy no porque temieran perder la libertad, sino porque temían perder sus piscinas. En una democracia uno calla y otorga por seguir siendo guay, o cool, o por tener muchos más likes en Facebook, o para que lo contraten para dar pregones en fiestas patronales. El cantante Raimon, de quien algunos aprendimos cuando éramos muy jóvenes a decir no con gallardía y alegría, llevaba ya años pagando un precio muy alto en su tierra de origen por negarse a las unanimidades forzosas de la identidad, hijo pródigo nunca asimilado por los expendedores de títulos de hijo predilecto. En Valencia lo acusaban de vendido a Cataluña, pero ahora parece que en Cataluña lo acusan de traición por negarse educadamente a secundar el fervor obligatorio por la independencia. Hay que ser de un solo sitio, y además hay que serlo de una sola manera. A lo que Raimon dice no no es a la independencia, sino a la aquiescencia, a la astucia discreta de la conformidad. No se puede pedir menos a un escritor o a un artista en una democracia.
Babelia
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