La muerte es una resurrección
Ese don de los dioses adorna a muy pocas personas: en mi propio mundo cultural se limita a Mark Twain y a Charles Chaplin
Desde el momento en que una radio española me llamó hace treinta y seis horas para preguntar por mi reacción ante la muerte de Gabriel García Márquez—"primera noticia", dije, acongojado, asfixiado, "no tengo comentario, tendré que pensarlo"—no ha habido tiempo para reflexionar sobre la desaparición de quien ha sido, en cierto sentido, el personaje más significativo en mi vida desde diciembre de 1990, el momento (otro momento, otro instante) en el que me abrió la puerta de su casa en La Habana (Cuba) y nació la relación entre el gran escritor y su biógrafo desconocido. Desde que recibí la noticia, de esa manera un tanto brutal, he dedicado mi tiempo a vencer la congoja, mi orfandad irremediable para proferir una infinidad de declaraciones apresuradas obviamente imprescindibles en este mundo acelerado que nos ha tocado vivir, pero que suelen dejarnos con la impresión de habernos traicionado a nosotros mismos y de haber traicionado también a la persona de la que hablamos.
Primera reflexión: Gabo llegó a ser quien era (quien es) en parte, porque fue un gran maestro de las frases con gancho y lo fue porque siempre logró convencer al lector o al oyente de que estas eran espontáneas, la emanación directa y natural de una persona que no solamente era un genio sino también un hombre del pueblo. Ese don de los dioses adorna a muy pocas personas: en mi propio mundo cultural se limita a Mark Twain y a Charles Chaplin (nacido, para mi orgullo, en mi barrio londinense).
Durante muchos años, he declarado a la prensa que el caso de García Márquez era único, que era un fenómeno no solamente literario sino cultural en el sentido más amplio de la palabra, un fenómeno absolutamente sin precedentes en el ámbito hispanoamericano, que este colombiano era el primer escritor global —conocido no solamente en Occidente sino también en los pequeños pueblos de Asia y África—, que Cien años de soledad era la primera novela global y Aracataca la primera aldea global, por adaptar el concepto de Marshall McLuhan a la irrupción de la epopeya garciamarquiana en el mundo.
No solamente era un genio, sino también un hombre del pueblo
Lo decía y lo repetía, pero también pensaba, ¿será verdad? ¿estás exagerando? ¿qué dirá la posteridad? Bueno, la posteridad ha empezado a hablar. Ha muerto un mundo, nos dice el editorial de El País. El mundo llora la muerte de García Márquez, comenta La Jornada de México. Han hablado los políticos: Obama, Clinton, Hollande, Putin. (Clinton dijo, "Me sentí honrado de ser su amigo y de conocer su gran corazón y su mente brillante durante más de veinte años"). "Mil años de soledad y tristeza por la muerte del más grande colombiano de todos los tiempos", tuiteó el presidente de Colombia. "Latinoamérica y el mundo entero sentirán la partida de este soñador", dijo el presidente del Perú. Le secundaron los presidentes de México, Venezuela, Ecuador, Bolivia, Cuba, Brasil y demás países de su continente. Mariano Rajoy expresó "afecto y admiración por el escritor imprescindible y universal de la literatura en español de la segunda mitad del siglo XX". El novelista británico Ian McEwan comentó, "Yo lo colocaría muy arriba, en el mejor lugar del Parnaso". Y Mario Vargas Llosa, el único superviviente del boom, su sucesor en el panteón de los Nobel y único rival novelístico en América Latina, comunicó su congoja desde Ayacucho.
Era verdad, pues. La explosión de tristeza y afecto ha sido como la explosión de júbilo y satisfacción que vimos y vivimos hace más de 30 años cuando se anunció el Premio Nobel de García Márquez y que, año tras año, la prensa latinoamericana ha recordado con cada aniversario especial y cada cumpleaños del aedo de Aracataca, como lo llamó alguna vez su amigo Carlos Fuentes.
Me siento muy, muy triste. Pero hace años que nos sentimos tristes pensando en Gabo, hablando de Gabo. Cuando fui a verlo en México en octubre de 2005, me dijo que él mismo estaba un poco triste y que se daba cuenta de que "todo esto" se acababa. No estaba hablando de su muerte física. Pasaron más años y como en los cuentos de hadas —Rip van Winkle, La Bella Durmiente— nos dimos cuenta de que el tiempo se había detenido. Gabo vivía pero ya no nos hablaba, ya no nos escribía. No olvidamos a Gabo, pero Gabo —el rey de la memoria, el hablador de la tribu— sí se olvidaba de nosotros. Me he dado cuenta, en estas 36 horas de consternación y duelo, de que, en el caso de Gabo, su muerte es, indudablemente, una resurrección. El editorialista de El País anunció "El fin de un mundo" y sin embargo, al final de sus reflexiones, no pudo aguantar su propia conclusión y declaró, "Ha muerto Gabo, deja un mundo". Es decir, "Ha muerto el rey, ¡viva el rey!, pero que sea el mismo".
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