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Tiempo de máscaras con baile

La Bienal de Venecia organiza la quinta edición del carnaval internacional de los niños con laboratorios de danza, música y teatro

Una escena de 'La casita de los bizcochos', en la Bienal de Venecia
Una escena de 'La casita de los bizcochos', en la Bienal de Venecia

Aunque el tiempo sea cambiante y no ayude, la vitalidad y el griterío de los más pequeños junto a la explosión de energía creativa, suplen con creces la lucha con los paraguas, las botas de agua y los chubasqueros. Por las calles de Venecia ya se veían el pasado fin de semana máscaras y disfraces de época anticipando las fiestas populares de disfraces más famosas de Europa, y en I Giardini comenzaba el 5º Carnaval Internacional de los Niños, una compleja actividad de la Bienal de Venecia que ha ido adquiriendo su propia carta de naturaleza y su prestigio, alojada en el mismo escenario que la Bienal de Arte, si bien, ahora los árboles están desnudos y la grava empapada. La idea está clara: relacionar mediante laboratorios y espectáculos a los más pequeños con la danza, la música y el teatro, un ejercicio de fomento tanto del público como de los potenciales artistas del futuro. Para esta edición, que se extiende hasta el próximo 4 de marzo, la danza ha sido el eje y el motivo principal, aunque se la hace convivir con la composición musical e imaginativos teatritos de guiñol, uno de ellos, realmente conmovedor y realizado enteramente con materiales de desecho.

El coreógrafo Virgilio Sieni, director artístico del festival de danza de la Bienal, escogió como motivo central una obra suya precedente y la adaptó a una plantilla de 18 niños y niñas de entre 9 y 13 años, con el argumento tradicional que le da título: La casina dei biscotti (La casita de bizcochos), obra con mucho de instalación plástica que se presentaba en una de las alas del pabellón central y donde aparecen los cuentos feéricos tradicionales amalgamados en una lectura actual, desde el soldadito de plomo que es abandonado por habérsele roto una pierna, hasta caperucita roja, replicada por el arte del vestuario en un pequeño ejército indomable capaz de alterar el final de las historias conocidas por todos. En el centro de la sala, la casita con su techo a dos aguas, sus paredes herméticas y su puerta con gran cerrojo, desde donde emergen todas las sorpresas. La casa fue recamada con miles de pequeños bizcochos verdaderos (esos típicos pasteles toscanos muy aromatizados), de modo tal que el público –limitado en cada actuación y situado en torno a la casita- era recibido por el perfume dulzón de la golosina. Una música algo misteriosa y de base electrónica completa el efecto de la “dimensión olfativa”, como ha escrito el propio coreógrafo. Apariciones instantáneas, centellas y una tormenta lejana que avanza por la columna sonora convierten la ceremonia en una danza mágica. La casita de los bizcochos deviene refugio, lugar secreto y encantado donde se experimenta con la naturaleza del gesto (no siempre narrativo) y el paso de la infancia a la adolescencia. Sieni originalmente compuso e ideó La casina dei biscotti para un solo espectador cada vez, pero la naturaleza de este Carnaval infantil y teatral, forzó un cambio conceptual, de modo tal que en cada pase una treintena de espectadores entornaban la original escenografía.

Bajo el lema “Los magníficos” liceos artísticos de toda Italia han presentado propuestas sorprendentes donde están muy presente temas como el reciclado, la emigración, el hambre en el mundo o la desprotección de la infancia. A eso se suma la presencia internacional; algunos países repetían, como Rumanía o Argentina; otros llegaban por primera vez, como Estados Unidos de América. Alemania presentaba un laboratorio fantástico de un viaje interestelar ligado a las pintorescas tradiciones del carnaval de Bonn, y donde se anima a los pequeños a fabricar su propio robot doméstico capaz de hacer una danza de colores y formas libres. Los rumanos, basados en unas fábulas tradicionales (Miel, azúcar y sal) concebían un teatro de muñecos; los norteamericanos, que llegaban avalados y patrocinados por la Colección Peggy Guggenheim, proponían “A través del espejo”, inspirados desde las raíces del dadá y el futurismo, por los trajes de Picasso y Schlemmer, los móviles de Calder o el imaginario de Paul Klee, y resumían la propuesta aduciendo que “la ligazón entre traje, escenografía y coreografía ha dado origen a un tipo de surrealismo como expresión de un espíritu nuevo, algo que transformará el arte”.

Argentina ponía la nota estilizada del folclore sudamericano con su tema, extraído de la tradición del carnaval del Río de la Plata: la murga, una performance que une música, chiste, danza e imaginativos trajes. La tradición de la murga, que se extiende desde Buenos Aires a Montevideo, es recreada en una curiosa evolución que la hace estar presente a lo largo del año y no solamente en el período carnavalesco. Pero el laboratorio que encanta a grandes y pequeños es el de los tejidos, donde cada uno se hace su propio disfraz, su particular máscara y su propio tocado. No se quedaba atrás el laboratorio sonoro “La cocina peligrosa”, donde la colaboración de los estudiantes del Conservatorio Benedetto Marcello de Venecia avanzaba el reto de la comunicación sonora a través de la cazuela, el cucharón de madera o el escurridor de los espaguetis.

Coincidiendo con este carnaval de los Niños, en la sede de la Bienal se ha inaugurado la exposición Reapariciones (1934-1976), que permanecerá abierta hasta mediados de mayo. Por primera vez los riquísimos archivos gráficos de la Bienal se han abierto para explorar esos cuatro decenios de creación dancística y escénica, vitales en la concepción de la modernidad y llenos de sorpresas inéditas.

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