La noche berlinesa de los hermanos Roca
Los dueños del mejor restaurante del mundo estrenan película y cocinan en el festival de cine
Doscientas personas. Felices. Gesticulantes. Encantadas de formar parte de uno de los actos más especiales del festival. Muchas, invitadas por el festival. Otras, poseedoras de una entrada que les daba acceso a la cena perfecta, a un sueño casi imposible de realizarse: habían sido muy muy rápidos para adquirir el ticket en Internet. Anoche, los tres hermanos Roca –Jordi, Joan y Josep-, los dueños del mejor restaurante del mundo, El Celler de Can Roca, trajeron a la Berlinale su mundo, sus teorías y, sobre todo, sus alimentos.
Cada día, tras la proyección de la sección Culinary, el festival organiza una cena realizada por el chef protagonista del estreno. Anoche, tras la proyección de El somni –documental que repasa la llegada a la élite del trío y la realización de una cena especial para doce personas en la que hay proyecciones, música y arte, la aparente ‘cena total’-, en la carpa erigida al lado del cine, 200 personas disfrutaron de una cena sencilla en sus platos –dos y postre, sin grandes alharacas ornamentales- pero compleja en sus sabores. Y por suerte, alejada del empacho elitista multidisciplinar a la búsqueda del arrase epatante que aparecía en El somni.
Los Roca viven en estos momentos el dilema que martirizó al pianista Glenn Gould: ¿qué es más democrático, tocar en cuantas más salas –con acústica cuidada- se pueda para llegar a mucha gente o grabar los conciertos y huir de actos con precios prohibitivos? El genio del piano cambió su decisión a mitad de su carrera. Por ahora los Roca han decidido no abrir sucursales de su restaurante –“solo podemos estar en una cocina”, decían ayer-, pero sí rodar el documental y viajar con su cocina a otros sitios. Este año El Celler cerrará una semana porque el trío se va a México, Perú y Colombia junto con su equipo a cocinar y a que cocinen para ellos. A investigar. También acompañarán a El somni. Ayer viajaron a la carrera a Berlín –la comida venía en camión, ellos estuvieron el domingo en el restaurante y esta noche volverán a abrir en Girona- para apoyar el documental: “La idea fue democratizar la experiencia”, asegura Josep. “Sin la película, no habríamos hecho nada. No se trata sólo de documentar la experiencia sino de comunicarla”, apostilla Jordi. Puede, pero ha hecho más por ellos la cena de anoche que el desafío total de El somni.
De aperitivo, una bolita que estallaba en la boca con aliento a trufa. De primero, castañas y anguila, un plato que, avisaban, resumía su idea del bosque. Visualmente, parecía un cous-cous al que un niño travieso le hubiera escondido sus mejores gominolas, que en el caso de los Roca eran trompetas de la muerte, yuzu (una clase de cítrico) y otras delicias. “Es un plato untuoso”, predicaba Josep. Cierto. Y gustoso. En la carpa, decorada como un restaurante típico alemán, con grandes mesas corridas en el centro y otras más pequeñas elevadas en los palcos, todo en madera y con una gran pantalla en el escenario para ver en directo cómo los Roca cocinaban, todo eran caras de satisfacción entre los comensales. Entre ellos, los responsables del festival de cine de San Sebastián, el equipo de producción de la película –Mediapro, con Jaume Roures a la cabeza-, gente de la industria y del ICAA, organizadores de la Berlinale, periodistas y el actor mexicano Diego Luna, que hoy presenta su segunda película como director. Es cierto, en la boca uno sentía la niebla del bosque, un sabor con resonancias a tierra y una sensación de untuosidad.
De segundo, lubina. Sencilla, un filete. Acompañada de cinco salsas dispuestas en franjas paralelas que salían del filete como una bandera ancha. Ahí estaba la clave. Bergamota, aceitunas, naranja… Los Roca querían que cada comensal descubriera su visión del Mediterráneo. Todo lo ampuloso que emanaba de El somni quedaba contrarrestado con la espléndida sencillez de la cena, que Josep Roca, el sumiller familiar, hizo acompañar de dos ‘riesling’, una deferencia vinícola a los anfitriones: un Brauneberger y un Dönnhoff.
De postre, helado de masa madre. “Como si comierais un panettone antes de cocerse”, anunciaban. Presentado en pequeñas bolas, con lichies en la base. Probablemente fue el plato más aplaudido, por su alejamiento del dulce… sin dejar de ser dulce. Por su textura crujiente. Por su excepcionalidad. A esas horas, ¿quién se acordaba de la pesadilla ampulosa del documental El somni?
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