¡Cómo se te parece!
En recuerdo de Félix Grande y Carlos París, genios tutelares.
No suelen gustarme las biografías que son inventarios sumamente minuciosos de lo que el paciente diseccionado hizo, comió, visitó, etcétera cada puñetero día de su vida. Parecen informes policiales, tan fastidiosos e irrelevantes como la cotidianidad misma de cada cual de la que tratamos de huir precisamente leyendo, aunque sea biografías. Ese tipo de obras se las perdona uno a James Boswell y a casi nadie más. Las biografías memorables son las que escribieron Chesterton, Lytton Strachey o Gómez de la Serna, bosquejos impresionistas de un destino en vez de catálogos de documentadas pequeñeces. O en todo caso las de John Aubrey, que en sus Vidas breves selecciona unas cuantas pequeñeces y así las convierte en destino.
Aún me gustan más los portraits (utilizo el término galo no por pedantería, sino porque el género es una especialidad francesa), o sea las semblanzas que en unos cuantos rasgos de carácter dan cuenta del personaje. Mi amigo Cioran seleccionó una estupenda antología de estas páginas, en las que Madame du Deffand rivaliza con el duque de Saint-Simon. Pero también en las letras españolas tenemos ejemplos cercanos, como los que ha reunido Francisco Fuster en dos publicaciones recientes bien escogidas y prologadas por él: Caricaturas y retratos, de Julio Camba (editorial Fórcola) y Semblanzas, de Pío Baroja (editorial Caro Raggio).
No suelen gustarme
El libro de Camba agavilla una serie de artículos de calidad superior incluso para el alto estándar de su autor, el mejor especialista español del siglo XX en ese género ligero pero intenso, concentrado y medular. El aficionado disfruta del toque irónico, la intencionalidad y las eventuales licencias imaginativas con que aborda tanto los personajes internacionales que conoce de oídas o leídas, como Marx o Nietzsche, igual que a sus compatriotas coetáneos de mayor o menor nombradía. A veces se sorprenderá, quizá aprenda algo ocasionalmente, pero se divertirá siempre y siempre de modo inteligente. Los que nos dedicamos al mismo oficio que Camba leemos cada una de sus piezas recomidos de feliz envidia, murmurando entre dientes a cada paso: “¡Así, así!”.
Las semblanzas de Baroja son apuntes del natural, extraídos en buena parte de las memorias crepusculares del autor. Como es marca de la casa (dudo de que exista la “marca España”, pero sin duda hay una “marca Baroja”), se presentan bruscas y desaliñadas, estudiadamente anticomplacientes. Baroja siempre sale a escena despeinado, pero como esos actores que estudian mucho como despeinarse bien antes de ofrecerse al público. Aceptando con reparos a Azorín, Ortega y Darío de Regoyos, deja claro que el resto de los ilustres no le impresionan demasiado, salvo desfavorablemente. Exculpa a Corpus Barga del vicio general “que tienen los escritores de buscar algo que denigre al colega”. Por su parte no se priva de ejercerlo, siempre con su aire cazurro de “a mí no me pidan que finja” tan deliberado que tiene gracia. Demuestra un ojo certero para las pequeñeces personales de cada uno, lo que no viene mal frente a los arrebatos hagiográficos, aunque de vez en cuando se la juega “a futuro” (como dicen ahora) asegurando por ejemplo que Picasso pasará a la historia de la pintura solo como “un tipo raro”. Pero después de todo, aclara, nunca ha considerado a la gente como presa, para aprovecharse de ella: “Solo como al compañero del tren, con quien charla uno para entretenerse un rato”.
Babelia
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