La noche de Gambardella
El protagonista de la película de Paolo Sorrentino ‘La gran belleza’ es un lírico indiferente de Alberto Moravia
![Toni Servillo, como Jep Gambardella en 'La gran belleza'.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/3U4BVNYYLT65MK4U6A6LSE444A.jpg?auth=c37271873d7a1444d6b27cba2887111fabc6ef3781a48cb954fe5ded7ba6b46c&width=414)
Jep Gambardella, el protagonista de La gran belleza, de Sorrentino, es un viejo conocido, un hijo del Mastroianni de La noche o La dolce vita, o un lírico indiferente de Moravia: el artista varado en una noche circular, concéntrica, que ha vendido su alma, o eso nos dicen, a cambio de ser “el rey de los mundanos”. Pero es también un arquetipo muy francés, que comienza con Drieu La Rochelle y El fuego fatuo, luego admirable película de Malle, con aquel blanco y negro funerario, de esquela encargada y pagada, y Ronet despidiéndose de amigos y lugares. “Es la mejor radiografía que he visto de la deriva y de las noches del alcohólico”, me decía Francisco Casavella, de cuya muerte se cumplieron cinco años la pasada semana. La gran belleza también atrapa y plasma el ritmo de la deriva, aunque Malle lo contó en menos tiempo, con menos pompa y mayor densidad trágica, pero es difícil olvidar el perfil, los andares, la mirada del Gambardella encarnado por el enorme Toni Servillo.
¿Qué le pasó a Gambardella? Parece ser que en su lejanísima juventud perdió algo, una forma de pureza, y pasó el resto de su vida vengándose de sus sueños “por cobardía, corrompiéndolos”, como en el poema de Gil de Biedma. Yo veo a Gambardella demasiado refinado, demasiado sensible (demasiada conciencia y demasiado corazón) para ser, como nos dice Sorrentino, un megaperiodista de la prensa del corazón y las fiestas bunga-bunga. Ese perfil (el perfil, no la biografía) me encaja mejor en otro contexto, en otros cronistas. París, de nuevo: dandys degoutés como Bernard Frank en las noches de Regine’s o Castel, Alain Pacadis en el Palace. O Umbral, quizás el Umbral de los últimos años, también rey de los mundanos, el Umbral que se rodea de pititas y macarras áureos, gente de la que se alimenta y a la que desprecia, Umbral enfangado en ese barro pero tratando de volver atrás y prender una pequeña hoguera perdurable: Un ser de lejanías. Tal vez nuestra La gran belleza, en clave minimalista, sea Madrid, 1987, de David Trueba, y nuestro Gambardella el Miguel Batalla, tan umbraliano, encarnado por Sacristán, que no necesitaba paseos para su deriva, deriva portátil, atrapado como estaba en una habitación, y cuyo intento de hoguera, prendida con el papel del artículo diario, era María Valverde, a la que quería mostrar películas imaginarias en una pared desnuda. En La gran belleza hay una secuencia que me recordó justamente eso, cuando Jep y su última amante están en la cama y él quiere hacerle ver el mar en el techo, como Mina quiso (y logró) ver una vez il cielo in una stanza. De nuevo: ¿qué buscaba Gambardella, cuál es el macguffin de la película de Sorrentino? Algo sagrado. Recurramos de nuevo a Gil de Biedma, que definió certeramente lo sagrado (o al menos una parte) como “aquello que nos devuelve una imagen completa y perdida de nosotros mismos”. Lo sagrado puede brotar en cualquier parte para quien sepa verlo. Puede ser, a la manera de la niña del emparrado en La dolce vita, una monja centenaria que masca raíces y es capaz de conjurar una bandada de flamencos rosa al amanecer, a los que puso nombre, uno por uno, en otro tiempo. El problema es qué hacer luego con ello.