La noche de Gambardella
El protagonista de la película de Paolo Sorrentino ‘La gran belleza’ es un lírico indiferente de Alberto Moravia
Jep Gambardella, el protagonista de La gran belleza, de Sorrentino, es un viejo conocido, un hijo del Mastroianni de La noche o La dolce vita, o un lírico indiferente de Moravia: el artista varado en una noche circular, concéntrica, que ha vendido su alma, o eso nos dicen, a cambio de ser “el rey de los mundanos”. Pero es también un arquetipo muy francés, que comienza con Drieu La Rochelle y El fuego fatuo, luego admirable película de Malle, con aquel blanco y negro funerario, de esquela encargada y pagada, y Ronet despidiéndose de amigos y lugares. “Es la mejor radiografía que he visto de la deriva y de las noches del alcohólico”, me decía Francisco Casavella, de cuya muerte se cumplieron cinco años la pasada semana. La gran belleza también atrapa y plasma el ritmo de la deriva, aunque Malle lo contó en menos tiempo, con menos pompa y mayor densidad trágica, pero es difícil olvidar el perfil, los andares, la mirada del Gambardella encarnado por el enorme Toni Servillo.
¿Qué le pasó a Gambardella? Parece ser que en su lejanísima juventud perdió algo, una forma de pureza, y pasó el resto de su vida vengándose de sus sueños “por cobardía, corrompiéndolos”, como en el poema de Gil de Biedma. Yo veo a Gambardella demasiado refinado, demasiado sensible (demasiada conciencia y demasiado corazón) para ser, como nos dice Sorrentino, un megaperiodista de la prensa del corazón y las fiestas bunga-bunga. Ese perfil (el perfil, no la biografía) me encaja mejor en otro contexto, en otros cronistas. París, de nuevo: dandys degoutés como Bernard Frank en las noches de Regine’s o Castel, Alain Pacadis en el Palace. O Umbral, quizás el Umbral de los últimos años, también rey de los mundanos, el Umbral que se rodea de pititas y macarras áureos, gente de la que se alimenta y a la que desprecia, Umbral enfangado en ese barro pero tratando de volver atrás y prender una pequeña hoguera perdurable: Un ser de lejanías. Tal vez nuestra La gran belleza, en clave minimalista, sea Madrid, 1987, de David Trueba, y nuestro Gambardella el Miguel Batalla, tan umbraliano, encarnado por Sacristán, que no necesitaba paseos para su deriva, deriva portátil, atrapado como estaba en una habitación, y cuyo intento de hoguera, prendida con el papel del artículo diario, era María Valverde, a la que quería mostrar películas imaginarias en una pared desnuda. En La gran belleza hay una secuencia que me recordó justamente eso, cuando Jep y su última amante están en la cama y él quiere hacerle ver el mar en el techo, como Mina quiso (y logró) ver una vez il cielo in una stanza. De nuevo: ¿qué buscaba Gambardella, cuál es el macguffin de la película de Sorrentino? Algo sagrado. Recurramos de nuevo a Gil de Biedma, que definió certeramente lo sagrado (o al menos una parte) como “aquello que nos devuelve una imagen completa y perdida de nosotros mismos”. Lo sagrado puede brotar en cualquier parte para quien sepa verlo. Puede ser, a la manera de la niña del emparrado en La dolce vita, una monja centenaria que masca raíces y es capaz de conjurar una bandada de flamencos rosa al amanecer, a los que puso nombre, uno por uno, en otro tiempo. El problema es qué hacer luego con ello.
Babelia
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