Paisaje cruel de la infancia
En la literatura de Neil Gaiman a nadie le pedirán el DNI para ver si tiene edad para pasar
Narrativa. Las citas al principio de los libros son las puertas que conducen a cada historia. De manera sutil disponen el ánimo del lector, que abandona su mundo para adentrarse en otro desconocido. “Recuerdo con claridad mi propia infancia… Sabía cosas terribles. Pero sabía que no debía permitir que los adultos supieran que lo sabía. Los habría asustado”. Con esas palabras de Maurice Sendak se abre la última novela del galardonado escritor británico Neil Gaiman, El océano al final del camino. La cita es un extracto de una conversación entre Sendak, autor de Donde viven los monstruos, y Art Spiegelman, autor de Maus. Sendak y Spiegelman son dos brillantes transgresores que retaron las clasificaciones literarias en géneros y subgéneros, así como en edades. Ambos inventaron códigos para hablar de los monstruos, de la maldad y la violencia, utilizando imágenes aparentemente ingenuas. Ambos debilitaron el sólido muro de prejuicios que separa la literatura de adultos de la literatura infantil. El aire que contiene las palabras de Sendak mueve las páginas de El océano al final del camino. De nuevo, Neil Gaiman hace sudar la gota gorda a sus editores y a los libreros cuando tratan de promocionarlo o clasificarlo en un espacio u otro de la librería. Sus historias son siempre sorprendentes e inauditas, poéticas y terribles. ¿Para adultos? ¿Para niños? El lector avisado ya sabe cuándo está a punto de entrar: en un espacio donde no le pedirán el DNI en la puerta para ver si tiene edad para pasar.
Las historias de Neil Gaiman son siempre sorprendentes e inauditas, poéticas y terribles
El narrador de El océano al final del camino es un adulto y es un niño. Es el adulto quien, desde la distancia del tiempo transcurrido, inicia el relato de los extraños acontecimientos que marcaron su vida cuando tenía siete años. “A veces los recuerdos de la infancia quedan cubiertos u oscurecidos por las cosas que sucedieron después, como juguetes olvidados en el fondo del armario de un adulto, pero nunca se borran del todo”. Es el adulto quien da paso al niño que fue para revivir la crueldad, el terror y la indefensión que anidan en la familia, ese lugar que puede ser un cálido refugio y también una siniestra prisión.
El niño inicia el relato con la muerte de su gato, atropellado por el taxi en el que viaja el nuevo inquilino del cuarto que alquilan sus padres. Poco tiempo después, el huésped aparece muerto en una carretera cercana. Esas dos muertes agitan levemente el tranquilo entorno familiar igual que una piedra lanzada a un lago encrespa en círculos la lisa superficie. Pero será la llegada de una cuidadora, Ursula Monkton, la que pondrá en marcha un tenebroso cambio en sus vidas.
Aunque Ursula es una mujer guapa y educada, el niño percibe que bajo su hermosa apariencia se oculta alguien que desea apoderarse de su hogar, aunque para ello tenga que destruirlo. Ni su padre, seducido por la bella joven, ni la madre, enfrascada en el trabajo, ni su hermana, demasiado pequeña, parecen darse cuenta de lo que está sucediendo. La tozudez de su familia en negar el peligro que corren aviva el terror del crío. Las únicas personas que parecen comprenderlo son las tres mujeres que viven en la granja al final del camino: la anciana señora Hempstock, su hija Ginnie y su nieta Lettie. Ellas no se extrañan cuando le escuchan decir que, a veces, Ursula parece una mujer bellísima y otras, un monstruo. Al niño, sin embargo, le resulta más difícil aceptar lo que le cuentan las tres mujeres. Afirmaciones como que el pequeño estanque que hay tras la casa no es tal, sino un océano. O que la anciana señora Hempstock ya vivía cuando la luna apareció por primera vez en el cielo. Pero la infancia es ese tiempo en que lo extraordinario se vive con normalidad y el crío, solo y asustado, buscará sin cuestionar la ayuda de las Hempstock cuando se precipiten los hechos.
Neil Gaiman describe con maestría el incierto y cruel paisaje de la infancia. Jamás manipula ni predica. Sus armas para moverse por los caminos secundarios y senderos ocultos que utilizan los niños son la imaginación, la destreza narrativa, la poesía y un claro dominio de los resortes del miedo. “Un maestro del terror”, lo denomina A. S. Byatt. El océano al final del camino posee un eco muy personal. Los escenarios de la historia son el paisaje de la infancia de Gaiman, el narrador presenta un fuerte parecido con él y la herida que descubre en su pecho, ese dolor latente que le habla de otro mundo, es una hermosa manera de explicar por qué se hizo escritor. Puede que El océano al final del camino no sea su mejor novela, pero leer a Gaiman es siempre un placer.
El océano al final del camino. Neil Gaiman. Traducción de Mónica Faerna. Roca Editorial. Barcelona, 2013. 240 páginas. 17,90 euros
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