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EL LIBRO DE LA SEMANA

Ciencia y prejuicios

Cada vez que hacemos clic en nuestro ordenador estamos en deuda con Alan Turing Su biografía explica cómo nacieron sus máquinas y ofrece nuevas explicaciones sobre su muerte

Alan Turing visto por Marisol Calés.
Alan Turing visto por Marisol Calés.

Esta biografía reivindica la labor científica de Alan Turing (1912-1954) como artífice de un conjunto de innovaciones que han cambiado nuestra vida cotidiana o la transformará en un futuro muy próximo. Es decir, Turing como el pionero de los ordenadores personales o los robots que nos resultarán familiares en los próximos años gracias a sus fructíferas investigaciones sobre inteligencia artificial. Esta reivindicación está justificada porque muchas de sus ideas y realizaciones se han ensombrecido, tanto por la labor de otros matemáticos e ingenieros, que no negaron nunca la influencia del científico británico, como por los más recientes éxitos de los empresarios Bill Gates y Steve Jobs. En definitiva, cada vez que abrimos nuestro ordenador, hacemos clic y pulsamos, estamos en deuda con Turing. Apoyándose en fotografías e ilustraciones, la biografía explica de una forma sencilla y entretenida cómo nacieron y funcionaban los programas y máquinas inventados por Turing y sus discípulos a ambos lados del Atlántico.

El perfil del biografiado se aproxima al manido estereotipo de hombre de ciencia por antonomasia: genial, irreverente, espartano, reservado, solitario, intolerante con la gente pretenciosa, despistado y de aspecto descuidado en su vestimenta, aunque practicaba deporte. Estudió matemáticas en la Universidad de Cambridge y, siendo todavía un alumno de posgrado, realizó su gran aportación en un artículo sobre “los números computables, con una aplicación al Entscheidungsproblem [problema de la decisión]”, publicado por la revista de la London Mathematical Society en 1936. En este trabajo puso las bases de lo que luego se llamó “maquina universal” de Turing, considerada como piedra angular de la informática moderna. Por cierto, estas ideas se le ocurrieron en el marco de una investigación abstracta sin ningún objetivo práctico, pero que dieron lugar a numerosas aplicaciones útiles. Es decir, un ejemplo de cómo la investigación académica no se puede enlatar en formatos utilitaristas y cortoplacistas.

La biografía plantea nuevas explicaciones sobre los motivos de su fallecimiento: ¿suicidio, descuido o asesinato?

Su vida cambió con la incorporación a un equipo de trabajo de criptoanalistas al servicio del Gobierno británico que se dedicó a descifrar los mensajes que generaba Enigma, una máquina de cifrado militar que utilizaban los submarinos alemanes que iban a la caza y captura de los barcos aliados en el Atlántico Norte. También desveló los secretos del sistema de comunicaciones, un antecesor de las redes actuales de telefonía móvil, que los nazis desplegaron en Europa y el norte de África. Copeland sostiene que, junto con Churchill, Eisenhower y otros pocos más, fue una de las figuras principales en la victoria aliada sobre Hitler. Esta afirmación puede resultar exagerada, pero sin lugar a dudas el trabajo de Turing fue clave para acortar la guerra y, por lo tanto, para salvar millones de vidas. En la posguerra se trasladó a la Universidad de Manchester y pasó el resto de su corta existencia programando el ordenador que se construyó en este centro universitario, el famoso Bebé, e investigando sobre inteligencia artificial. En concreto, fueron precursores sus trabajos que pusieron la informática al servicio de la biología, cuando la mayoría de los matemáticos e ingenieros pensaban que los ordenadores eran útiles solo para realizar complicados cálculos.

El último capítulo de la biografía tiene un cierto toque detectivesco al plantear nuevas explicaciones sobre los motivos de su fallecimiento, que quedaron sin aclarar después de una investigación policial cerrada con más prisas de lo normal: ¿suicidio, descuido o asesinato? Tradicionalmente se ha mantenido que se suicidó tras ser condenado por “ultraje a la moral pública” al descubrirse sus relaciones sexuales con un hombre y, como consecuencia, ser sometido a un tratamiento de castración química. Otra explicación es que, estando en el laboratorio de su casa, por despiste ingirió cianuro que guardaba en un bote de mermelada. También hay una tercera opción: el científico que prestó tantos servicios para derrotar a los nazis fue asesinado por los servicios secretos en aras del interés nacional. Turing sabía mucho sobre demasiadas cosas y en plena guerra fría —en la que el senador McCarthy mantuvo que los homosexuales que estaban al tanto de secretos estratégicos eran una amenaza para la seguridad del mundo occidental— resultó sospechoso. De esta tercera hipótesis, que tiene visos de ser verdadera, se puede concluir que los prejuicios homófobos cayeron sobre un hombre de ciencia que había salvado a millones de seres humanos durante la Segunda Guerra Mundial. Se truncó la vida de un científico en su plenitud intelectual, cuando el fruto de sus trabajos podrían haber contribuido a elevar nuestro nivel de bienestar. Precisamente estaba inmerso en un trabajo sobre el crecimiento biológico. En la actualidad, y en muy contados países cuyas leyes no discriminan a sus ciudadanos por su tendencia sexual, esto resultaría increíble, pero pudo haber ocurrido en Reino Unido al comienzo del reinado de Isabel II. Estaríamos ante otro caso de cómo la ciencia fue arrinconada por los prejuicios.

Alan Turing. El pionero de la era de la información. B. Jack Copeland. Traducción de Cristina Núñez Pereira. Turner. Madrid, 2013. 336 páginas. 22,90 euros.

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