Pequeño caballo que va a la ópera
Es su risa la que le arranca a la edad de Elena Poniatowska todos sus años. Es la niña que ríe. Así está en la historia de la literatura y el periodismo mexicanos, como Elenita. Menuda fuerza tiene Elenita.
Dices Elenita y ya sabe todo el mundo de dónde viene el relámpago. En una reunión es la que calla y ríe, mientras se oyen los gritos. En público es la que ocupa el centro, pero vuela ríe mirando desde dentro. Siempre he sentido que cuando mira distraída hacia su regazo, en medio de la multitud, acaricia en realidad un gato imaginario, quizá uno de los numerosos gatos de Carlos Monsiváis, Monsi, con quien tanto quiso. Cuando mira al vacío siempre acaricia una figura que no está.
Ríe preguntando, y así desarmó a muchos poderosos que creyeron que aquella figura frágil venía por paz. Le gritó al presidente Díaz Ordaz, a quien querían enviar como embajador a Madrid después de la matanza de Tlatelolco: “¡Al pueblo de España/ no le manden esa araña!”. Pregunta como si llevara navajas en guantes de muselina. Puso a trabajar su imaginación volátil a favor de los obreros, de los presos, de los ferroviarios, de los que sufren la desigualdad de la tierra. Fue guerrillera de la palabra del subcomandante Marcos; nadie hubiera pensado que aquella metáfora de fuego salía de semejante volcán. Pero así es, ríe pero se apodera de la realidad como si la estuviera amasando en un horno. Se agiganta, su energía parte de la risa, quizá, y se desarrolla en una generosidad que los demás aplauden. Cuando manda ríe, como si acariciara los gatos de Monsiváis.
Ríe preguntando, y así desarmó a muchos poderosos que creyeron que venía por paz
Es pequeña y fuerte. Su esencia es la ternura de la que hablaba Ernesto Guevara (“hay que endurecerse pero nunca perder la ternura”), o la disposición de la mujer de la que hablaba Hemingway: “Conoció la angustia y el dolor pero nunca estuvo triste una mañana”. Su antecedente polaco la hubiera hecho princesa, pero ella es eminentemente mexicana, inclinada a favor de los marginales; si no fuera porque en el mundo hay buenos y malos, y ella sabe dónde están sus buenos, Elenita sería la amiga de todo el mundo, pero jamás se aliaría con aquellos que rompen a los que sufren; a ellos ha dedicado el destino de lo que escribe. Los desfavorecidos, los rotos, aquellos que ella ha querido acompañar en marchas a las que presta la vida entera.
Un día lo perdió todo en Madrid, le robaron; su susto iba por dentro, por fuera ella hablaba de ese drama como si le hubiera ocurrido a otro. Esa serenidad que ella transforma en una artimaña risueña para dar la impresión de que no está sobre el suelo le viene del aire; una de sus novelas, La piel del cielo, representa su manera de ser: se pasó la vida, con su marido el astrónomo Haro, mirando el cielo; ese es quizá el lugar al que mira mientras ríe y calla. Un amigo descompuso su nombre (Poni-a-tosca) para proponerle un seudónimo que representara su agilidad, su rapidez: Pequeño caballo que va a la ópera. Poniatowska. Su risa es el abrazo con el que recibe cualquier ocurrencia, mira con la alegría de un poni, ríe; reparte felicidad como una niña, y cuando riñe escribe libros en los que no queda a salvo nada de lo que a ella le haya dañado en el alma. Menuda fuerza tiene Elenita.
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