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Camus, el teatro de un hombre libre

El Nobel de origen argelino escribió cuatro piezas en seis años, aunque su pasión por la escena se extiende a las traducciones y adaptaciones que hizo en los años cincuenta

Marcos Ordóñez
Albert Camus en el Teatro Antoine el 20 de abril de 1959, en una imagen del libro 'Albert Camus, solitario y solidario', por Catherine Camus.
Albert Camus en el Teatro Antoine el 20 de abril de 1959, en una imagen del libro 'Albert Camus, solitario y solidario', por Catherine Camus.

Camus fue uno de los hombres más libres que han pisado la tierra. Enemigo visceral de cualquier forma totalitaria, militó activamente contra el franquismo y el nazismo, denunció el expansionismo soviético cuando sus antiguos compañeros seguían venerando a Stalin, y fue el único intelectual europeo que alzó la voz contra la bomba atómica (a los dos días de la masacre de Hiroshima). Fue miembro de la resistencia, pero eso no le impidió pedir clemencia ante el anuncio de ejecución del escritor colaboracionista Robert Brasillach, y su rechazo a la violencia de la OAS y el FLNA durante la guerra de Argelia le valió amenazas de muerte por ambos bandos. Esa altura moral permea su obra narrativa y ensayística y, naturalmente, su teatro, cuatro piezas en apenas seis años, aunque su pasión por la escena se extiende a las abundantes traducciones y adaptaciones que llevó a cabo en la década de los cincuenta, entre las que cabe destacar La devoción de la cruz (1953), de Calderón, Réquiem por una monja (1956), de Faulkner, El caballero de Olmedo (1957), de Lope, y Los poseídos (1959), de Dostoievski.

El malentendido (1944), tragedia seca, de gran estilo pero sin prosopopeya, anticipa a Genet y Koltès, con ecos del Lorca más conciso y fulminante. Con estructura de túnel, como Macbeth, su atmósfera retrata una Europa sin esperanza. Es inolvidable la gran escena de la madre antes de suicidarse, cuando el dolor por la muerte de su hijo la hace revivir por un instante: “Bastaba el dolor para transformarlo todo. Vivo de nuevo, en el momento en que ya no puedo soportar la vida”. La obra acaba con un “No” brutal, categórico como un cielo negro. Durante su escritura, en plena ocupación, Camus trabajaba para el “Sí” desde Combat, la publicación clandestina de la resistencia: la revuelta como superación del absurdo existencialista. Y comenzaba, por cierto, su gran historia de amor con María Casares. Al año siguiente estrena Calígula, que hubiera podido formar parte de la Historia universal de la infamia de Borges: el dictador febril que eleva su tiranía a la enésima potencia para generar revuelta y, en última instancia, morir por ella. De nuevo, claridad y fulgor, un fulgor que roza la incandescencia.

En 1948 llega Estado de sitio, una parábola antifranquista, ambientada en Cádiz, homenaje a aquella España que tanto amó. Es su pieza más ambiciosa (y la que más quiso), pero su insólita mezcla de tonos y géneros, entre la farsa y el auto sacramental, le valió el rechazo de público y crítica.

Escribe luego Los justos (1949), su última entrega dramática, en el epicentro de su distanciamiento con Sartre, que poco antes había abordado el tema de la violencia política en Las manos sucias. Sartre sitúa su drama en el seno del partido comunista (en un país imaginario) y Camus en una célula revolucionaria en la época zarista. La distancia entre el fin y los medios es común en los dos textos, y también lo fue la recepción de ambos, zarandeados por la derecha y la izquierda de su tiempo.

Con la obvia excepción de Estado de sitio, las obras teatrales de Camus se estrenaron en España en pleno franquismo, no sin problemas y con mucho retraso. Adolfo Marsillach presentó El malentendido en 1968, en el Poliorama barcelonés, con Gemma Cuervo, Fernando Guillén, María Luisa Ponte y Alicia Hermida. Desde entonces se ha montado en repetidas ocasiones, entre las que cabe destacar la versión de Joan Ollé en el Lliure, en 2006, con Àngels Poch, Jordi Collet, Cristina Plazas y Marta Marco. Y la recientísima (enero 2013) de Eduardo Vasco en el Valle-Inclán, con Julieta Serrano, Cayetana Guillén Cuervo, Ernesto Arias y Lara Grube.

Calígula fue la coronación de José María Rodero, que la estrenó en 1963, en Mérida, con Susana Mara, Carlos Ballesteros y Sancho Gracia, y allí volvió a representarla veinte años más tarde. José Tamayo, su director, también la dirigiría de nuevo con Imanol Arias (1990) y Luis Merlo (1994). En el TNC catalán la protagonizó Ramon Madaula en 2004 en un montaje de Ramon Simó.

El TEI (Teatro Experimental Independiente) logró presentar Los justos en 1973, época políticamente virulenta, en su sede de la madrileña calle Magallanes, con un reparto encabezado por Paca Ojea, Antonio Llopis, Begoña Valle y Francisco Vidal, dirigido por José Carlos Plaza.

Estado de sitio, una producción del Centro Andaluz de Teatro dirigida por José Luis Castro, se estrenó el pasado año en Cádiz, en los actos de conmemoración de la Constitución de 1812, con un reparto encabezado por José Pedro Carrión. Y, para cerrar esta selección, no hay que olvidar las dos magníficas adaptaciones de textos narrativos de Camus realizadas por Carles Alfaro –La caída (2002) y El extranjero (2013)–, ambas interpretadas por Francesc Orella, secundado en la última por Ferran Carvajal.

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