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BICENTENARIO DE VERDI / La música

Genio eterno para los jóvenes

El compositor italiano rodea de retos a cualquier director de orquesta La conjunción entre palabra y nota es el primero de ellos

Grabado en el que aparece Verdi dirigiendo una misa en la Ópera Cómica de París.
Grabado en el que aparece Verdi dirigiendo una misa en la Ópera Cómica de París.Roger-Viollet

Existe un Verdi eterno que nos cuenta y nos revela asuntos vitales a cualquier edad. Para un director de orquesta joven resulta un poso de sabiduría y hondura, una extensión emocional tan basta que nos llega constantemente al alma. Pero la clave está en trasladar todo eso al espectador. Los directores de orquesta somos hilos conductores. Nos encontramos en el centro de un circuito que comprende al compositor, a la orquesta y al público. No hay trabajo que me haga más feliz que recrear la música de los genios. Y Verdi, lo era.

Su música nos rodea de retos. El primero y el más importante es la conjunción entre palabra y nota. Cada expresión musical y vocalizada debe transmitir un sentimiento muy concreto. Su música está perfectamente conectada a la claridad y la honestidad de las emociones. Las expresiones se muestran perfectamente relacionadas con la atmósfera que debe conseguir la orquesta. Esa es la clave principal.

Verdi tenía una concepción diferenciada para cada música que componía. Pero lo que de él me gusta destacar es su profundo sentido del drama. Lo consideramos un compositor operístico y la ópera, en gran medida, es el género que mejor lo retrata. Aunque una de las piezas que más me fascina de su repertorio es el Réquiem. Quizás porque alcanzó con él la misma intensidad dramática sin un esquema operístico en su imaginación. Para mí se trata de una misa escrita como una ópera.

La hondura de sus emociones abarca todos los estados de ánimo de la vida

Como intérprete de su música creo que debemos entender esa dimensión en cada instante: en el sonido, en el texto, y cuando eso se produce, cuando la orquesta que envuelve a los cantantes alcanza esa voluntad intrínseca de drama total, se convierte en algo muy especial.

La hondura de sus emociones abarca todos los estados de ánimo de la vida. Los sentimientos que nos brotan al abordarlo nos permiten escuchar la oscuridad del sufrimiento, la suavidad de la ternura, la terrible destrucción, al tiempo que nos llena de esperanza su voluntad creadora y su permanente compromiso con la libertad.

Al terminar cualquier obra suya —aparte del Réquiem he abordado Aída y Rigoletto— te sientes más sabio. En el camino te adentras en una experiencia completa de principio a fin. Nada queda al margen, en cada obra consigue la complejidad sistemática con tanta precisión que esa es la razón por la cual nos llega tan adentro.

Su relación con Wagner no fue ideal. Se temían, pero tuvieron tanto en común que solo el paso del tiempo nos ayuda a conectarlos. La línea, la coherencia buscada en cada pieza es lo que más les caracteriza, aparte de algunos aspectos técnicos como aunar el vibrato y el tremolo tanto en las cuerdas como en las voces.

No obstante, la música de uno y otro llega perfectamente a cualquier esquina del planeta. He interpretado a Verdi en Venezuela, en Los Ángeles, en Milán y en tour por otras ciudades con La Scala, llegando a cualquier tipo de público. En Los Ángeles lo programamos a menudo al aire libre en el Hollywood Bowl. Recuerdo justo este verano, entre bambalinas, antes de abordar el Réquiem, mientras miraba en el camerino las fotos de quienes habían actuado allí: Jimi Hendrix, The Beatles, Ella Fitzgerald… Todos iconos muy populares y, en mitad de ellos, Verdi. En Italia, algunos podrán decir que la comparación es un sacrilegio, pero el hecho de haberlo hecho sonar en medio de 18.000 personas es tanto como decir que en un día se habían reunido más espectadores que en todas las representaciones que pueda haber de un título en un teatro de ópera.

A Verdi le habría gustado y pensaría que a la audiencia le ofrecemos un vaso de buen vino cuando descorchamos su música. En parte es como representarlo en La Arena de Verona, el caso es servírselo a las nuevas generaciones y sentir cómo se emocionan, gritan y se ponen en pie al escuchar la última nota.

Con respecto a mi país, Venezuela, la ópera es algo que vamos construyendo. Nuestro sistema de orquestas —tan concienzudamente armado por el maestro José Antonio Abreu— va camino de cumplir 40 años y es hora de que demostremos nuestras capacidades en el mundo de la ópera.

Este año, junto a la orquesta Simón Bolívar, interpretamos Tannhauser, de Wagner, en Bogotá. Fue el estreno de dicho título en Colombia, ¿se lo imaginan? La maravillosa sensación de aportar algo tan profundamente europeo a mi continente me conmovió. Mi sueño es construir un gran teatro de ópera en Caracas —aparte de lo que junto al arquitecto Frank Gehry estamos proyectando para Barquisimeto, mi ciudad natal— y para ello tengo grandes planes. Entre ellos está el de representar Otelo. Sería un gran deseo cumplido, es la ópera que más deseo hacer de Verdi.

Gustavo Dudamel es director de orquesta.

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