Otra aceptable Concha de Oro que no pasará a la historia del cine
Rebordinos y su gente juegan en una liga menor pero con pasión de campeones. Hacen lo que pueden. Y lo hacen bien.
Me pide con educación, entusiasmo y modales gente muy joven que si me puedo hacer una fotografía en su compañía. No se han educado en los periódicos o en la radio, imagino que me siguen a través de Internet, que les parezco un destroyer muy cercano a través del chat o los videoblogs (¿se llaman así?) que protagonizo desde hace muchos años. Y poniendo aborrecible cara de foto percibo que a mi lado pasa un hombre de cabello blanco, todo él vestido de blanco, pero sin ínfulas de impresionar a los mirones, que se llama David Byrne.
Ni Dios reconoce esa presencia, es alguien que ha logrado volverse anónimo, que no se tira el rollo ni parece sufrir por su anonimato. Y estoy a punto, yo, que no le he practicado en mi puta vida, que ejerzo mi mitomanía a distancia, que solo lo hice cuando era adolescente o muy joven profesaba admirativo amor pidiéndole emocionados autógrafos a Luis Buñuel y a Sam Peckinpah, de contarle a este hombre ignorado que le amo, que la música electrizante y perdurable que él se inventó como cantante y alma de los magníficos Talking Heads es una de las mejores cosas que me ocurrieron en la década de los ochenta.
Byrne forma parte de un jurado que preside un tal Todd Haynes, director que detesto por las razones que tantos admiran, por ser tan empalagoso artísticamente, por comprender con tanta sofisticación los dilemas en la guerra de sexos, por esforzarse en ser diferente, por haber perpetrado un imbécil retrato de lo que ha supuesto Bob Dylan, de sus infinitos rostros, ambientando la geografía sentimental de Estados Unidos en la estomagante I'm not there, tan aclamada y entendida por los críticos de cine. Pienso en mi amado Byrne y en el melifluo e hipersensible Haynes para deducir qué es lo que les ha alborotado el corazón al jurado.
Y me pierdo, me disperso de mi sagrada obligación. Pido disculpas y retorno a lo que le intereresa al cinéfilo lector. Le han otorgado la Concha de Oro a la película venezolana Pelo malo. Jamás la guardaría en la videoteca de mi casa, pero está bien. Cuenta la difícil supervivencia de una mujer sola a la que le ha salido un hijo que no reúne las presuntas virtudes del macho heterosexual.
El Premio Especial del Jurado ha sido para la ópera prima de Fernando Franco La herida que describe la imposibilidad de ser mediana o razonablemente feliz de una mujer bipolar y autodestructiva, experta en destruir relaciones con la gente que ama y aficionada a la automutilación con cigarros y cuchillas de afeitar. Está bien dirigida y la actriz Marián Álvarez, que ha conseguido la Concha de Plata a la mejor interpretación femenina, está veraz, intensa y magnífica. Vale. Solo recomendaría su visión al peor enemigo. Es una película enfermiza, inútilmente sombría, ideal para el diagnóstico de sicólogos progresistas.
Jim Broadvent, uno de esos actores ingleses y perfectos de toda la vida (sobran explicaciones, el cinéfilo de verdad sabe lo que quiero decir) está tierno, humorístico y desarmante intentando contarle a una esposa que va a huir cómo la ama.
Si hubiera compartido ese premio con Javier Cámara, actor que me resulta casi siempre insoportable, pero que logra una interpretación memorable en la muy bonita película de David Trueba Vivir es fácil con los ojos cerrados, demasiado cercana, conmovedora, inteligente y agridulce para que los elitistas jurados reconozcan un arte que comprendemos hasta los más simplistas y tontos, sería justo. Tal vez tenga mucho mérito encerrar en una habitación de hotel a una madre posesiva y un adolescente con Edipo y que estos te entretengan durante hora y media. No es mi caso.
Comparada con la lamentable programación de los últimos festivales de Venecia y de Berlín, la de San Sebastián ha sido más que aceptable. Rebordinos y su gente juegan en una liga menor pero con pasión de campeones. Hacen lo que pueden. Y lo hacen bien.
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