Carlos Blanco Aguinaga, filólogo y crítico de la cultura
Era un hombre sabio, finísimo lector y crítico muy sagaz que nos ha dejado páginas inolvidables sobre Quevedo, Unamuno u Octavio Paz
El pasado dia 12 ha muerto en su California latina y norteamericana Carlos Blanco Aguinaga. Durante las últimas décadas se nos fue haciendo mayor, casi sin que nos diéramos cuenta. Tan poderosa y viva era, y es, para nosotros la imagen de su llegada a Madrid, en los años sesenta, que el brillo intenso de esa memoria fue prevaleciendo sobre la bruma del inexorable paso del tiempo. Porque, para un puñado de jóvenes entonces, intelectual y políticamente inquietos, el paso de Carlos por Madrid fue extraordinariamente luminoso. Sobre todo, por la luz propia que Carlos poseía; también, por contraste con la atmósfera grisácea y roma del mundillo universitario de aquellos días.
Fue Soledad Ortega —a quien siempre deberé el contacto crucial con personas y cosas— la que hizo posible mi primer encuentro con “el señor Blanco”, allá en 1964. Tras una vida en el exilio desde la niñez, Carlos había venido a Salamanca, invitado a participar en el Congreso que celebró el centenario del nacimiento de Unamuno. Cuantos le conocimos en aquella primera visita, y quienes le conocieron después durante su estancia en Madrid como director del programa de la Universidad de California (1966-1969), sucumbimos al encanto de su personalidad (no exenta de coquetería) y de su profunda y generosa inteligencia.
Todo en él contribuía a ejercer una fuerte fascinación entre el corto número de universitarios que nos sentíamos desazonadamente incómodos en la España de los sesenta. No obstante haber pasado su vida en el exilio, carecía Carlos de nostalgia por el pasado,manifestando insaciable interés por la sociedad española del presente; siendo ya catedrático,en muy prestigiosa y envidiada institución,se mostraba siempre mucho más interesado en los afanes de la gente joven que en la exhibición de sus saberes frente al rancio círculo de sus colegas. Al escribir artículos y ensayos nos daba —¡a nosotros!— los borradores para que los sometiéramos a crítica y corrección (¡!). Hablaba y escribía un estupendo inglés (circunstancia insólita en exilados de viejo cuño). Era refinado de maneras; poblaba su cultísimo castellano de mejicanismos que a nosotros se nos antojaban exóticos y deliciosos. Y, por último,aunque no asunto menor, junto a su esposa, Iris, recibía en su abierta casa de Zurbano o de La Jolla ofreciendo compartir un buen escocés, un gintonic o un martini seco, preparado con primor y ortodoxia.
Lo acaba de proclamar Rafa Chirbes, y es verdad: Carlos era un hombre sabio, un finísimo lector y un crítico muy sagaz, educado entre lo mejor de la filología americana: Buenos Aires, Colegio de México, Harvard. Gracias a su habilidad filológica no solo tenemos el legado de inolvidables páginas sobre la poesía de Quevedo y la tradición petrarquista sino, también, los combativos ensayos sobre la juventud del noventayocho, sobre los sonetos de Baudelaire o sobre Octavio Paz, ensayista. Tal vez su gran contribución fue poner la filología al servicio de la crítica social de la cultura.
El retorno de Carlos Blanco a su cátedra en California,en el otoño del 69, produjo algún desconcierto en los medios universitarios e intelectuales americanos y españoles: se empiezan a suceder sus escritos de inequívoca orientación marxista y sus preocupaciones ciudadanas y profesionales revelan de manera manifiesta su compromiso con los valores y prácticas de izquierda. De la izquierda europea y, sobre todo, de la latinoamericana, especialmente al comprobar el rumbo de la Transición española.
Evocar cabalmente la figura de Carlos y rendir homenaje a su memoria supone, de necesidad, dejar clara constancia de que ese compromiso ideológico y político fue medular en todo cuanto Carlos hizo y escribió a partir de sus años madrileños. El liberalismo templado —cuando no abiertamente conservador— del medio intelectual y universitario en el que Carlos desarrolló su exitoso despegue profesional fue, poco a poco, enfriando el entusiasmo por su persona y por su labor. Pero he sido testigo, sin embargo, cientos de veces, del enorme respeto que, hasta hoy, siguió suscitando la mera invocación de su nombre y de su autoritas académica.
En tiempos de “huelga moral”, Carlos Blanco Aguinaga fue un hombre ejemplarmente coherente. Y es esa estela luminosa de coherencia la que ahora se me superpone a la fulgurante luz con que aterrizó en Madrid, hace ya medio siglo.
Antonio Ramos Gascón es profesor emérito de la Universidad de Minnesota.
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