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ADIÓS A UN MAESTRO MEDIEVALISTA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Vida y filología

Sin demérito de otros estupendos profesores, a dos de entonces puedo y debo, tantos años después, llamar “maestros”: José Manuel Blecua y Martín de Riquer

José-Carlos Mainer
Martín de Riquer en su casa de Barcelona.
Martín de Riquer en su casa de Barcelona.CARLES RIBAS

A principios de los años sesenta, cuando llegué a estudiar Filología en Barcelona, no había ni una ciudad menos provinciana ni otra Facultad tan estimulante. Cierto es que el atractivo del cap i casal de Catalunya incluía también ingredientes de esnobismo y de cierta cerrazón, aun no sé si por soberbia o acomplejamiento. Y que los estímulos tenían lo suyo de desorden y arbitrariedad, seguramente inevitables unas y otras cosas en aquella España inclemente de aquel entonces. Sin demérito de otros estupendos profesores, a dos de entonces puedo y debo, tantos años después, llamar “maestros”: José Manuel Blecua y Martín de Riquer.

A Blecua sólo lo escuché en la inolvidable asignatura de Siglo de oro, en cuarto de carrera. Riquer se había confeccionado a su medida las asignaturas y sólo impartía clases en los años de la especialidad: Literatura provenzal, en tercer curso, y Literaturas románicas, en cuarto y quinto. De su mano descubrí los orígenes occitanos de la poesía europea en una crestomatía, que le publicó la Universidad de Barcelona, donde había también cumplidas selecciones de poemas heroicos franceses y de los vates italianos del dolce stil nuovo. Y en cuarto de carrera, nos explicó aquella épica medieval gala y los poemas narrativos de Chrétien de Troyes, mientras que las Románicas de quinto curso se reservaban a un tratamiento monográfico del Quijote que, entre otras cosas, me hizo leer con minucia y aplicación los Papeles póstumos del club Pickwick, de Charles Dickens.

Y es que aquellas clases de Riquer —aparentemente improvisadas sobre unas cuartillas manuscritas que iba apartando con su única mano, conforme se agotaban— se convertían en una suerte de aleph desde donde se avizoraba todo el goloso y dilatado espacio de la literatura como un continuum, ajeno a épocas, fuertes y fronteras. Si de deudas hablamos, y son muchas, diré que esa perspectiva universalista fue una las mayores; le debo la lectura inolvidable de Literatura europea y Edad Media latina, de Ernst Robert Curtius, y de las páginas de Mímesis, de Erich Auerbach, que desde Homero a Virginia Woolf exploraba las formas de la “representación de la realidad” en las letras occidentales. Lo curioso es que seguramente Riquer era, por formación y vocación, un positivista al que gustaban los datos exactos de una biografía o de la transmisión de un texto, el escrutinio de fuentes y, sobre todo, el sentido literal de las palabras. Pero sabía muy bien que un texto valía en cuanto era un modo irrepetible y certero de decir las mismas cosas que otros. Su interpretación del Quijote ha estribado en saber que si se habla de un loco había que apurar qué significaba la locura en 1590. Y si se habla de molinos o de biblioteca del hidalgo hay que buscar cuando empezaron a girar aquellos y leerse todos los volúmenes que ardieron. Estas y más cosas le debe su discípulo Francisco Rico, el mejor conocedor y editor del Quijote desde Hartzenbusch a la fecha…

Pero también le gustaban la imaginación y la fantasía y firmó muy a gusto con Mario Vargas Llosa la preciosa obrita El combate imaginario: cartas de batalla de Joanot Martorell (1972), que trajo tantos lectores al Tirant lo Blanch. Y se divirtió tramando con José María Valverde una excelente Historia de la literatura universal, que empezó teniendo tres tomos en 1968 y que despliega muchos más ahora. Todavía en fecha asombrosamente reciente, ha escrito con su hijo, el historiador Borja de Riquer, unos amenísimos Reportajes de la historia (2010). Sólo sus amigos supieron que, desde hacía años, trabajaba en el precioso archivo familiar del que salió el admirable libro Quinze generacions D'una família catalana (1998), una obra de erudición que también es una novela y una fe de afecto a una estirpe. Porque Riquer fue un hombre feliz que amó la vida, la literatura, la amistad y los libros. Hace casi medio siglo yo empecé a aprenderlo en aquellas aulas lóbregas y destartaladas del viejo edificio seudorrománico de la plaza de Universidad: escuela de filología que fue escuela de vida.

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