El justiciero enmascarado
El Coyote es sin disputa el personaje de la literatura popular más triunfalmente reconocido en la España posterior a la Guerra Civil
La divisa de Descartes fue “larvatus prodeo”, es decir “avanzo o actúo enmascarado”. La leyenda del blasón de este héroe de la filosofía moderna podría haber lucido también en los de otros aventureros que corrieron riesgos menos intelectuales. Porque la tradición de enmascarar o disfrazar a los protagonistas de sagas que inflamaron la imaginación popular se remonta como mínimo al siglo XIX. Quizá el primero de todos haya sido Dick Turpin, que fue un personaje real (si es que los humanos podemos serlo alguna vez del todo), que asaltó caminos reales y fue colgado realmente en York en 1739. Su paso a la literatura ocurrió casi un siglo después de su muerte, cuando en 1834 William H. Ainsworth lo hizo protagonizar su novela Rookwood. A partir de entonces, este bandido supuestamente generoso, sus fieles cómplices y su yegua Black Bess han aparecido en infinidad de relatos y películas para la grande o la pequeña pantalla. Como también ocurriría después con sus herederos franceses, empezando por el Tulipán Negro de Alejandro Dumas y siguiendo por Rocambole de Ponson du Terrail hasta llegar al Fantomas de Souvestre, Allain…y Jean Marais en el cine.
Estos enmascarados se movían fuera de la ley, aunque de vez en cuando aplicaran a gente peor que ellos una justicia expeditiva y clandestina que gozaba de simpatías entre la gente sencilla. Pero después aparecieron otros caracterizados por luchar contra las leyes mismas, impuestas de forma tiránica o servidas por alguaciles indignos. Estos justicieros tenían una doble personalidad, acomodaticia y poltrona la diurna, pero transgresora y audaz la emboscada tras su disfraz. El primero (y también literariamente el mejor) fue Pimpinela Escarlata, creado por la baronesa d'Orczy en 1905: un aristócrata inglés con apariencias de pisaverde, sir Percy Blakeney, que en realidad era cabecilla de una liga de aventureros dedicados a rescatar a víctimas del terror durante la revolución francesa. Catorce años después, el americano Johnston McCulley creó al héroe más célebre que nunca haya llevado antifaz: el Zorro. El californiano don Diego de la Vega en lucha contra los tiránicos funcionarios españoles, con su atuendo negro y sus piruetas de espadachín acrobático, ha gozado de una celebridad incansable en narraciones, películas y cómics. Aunque sin superpoderes, es el padre imaginario de los superhéroes posteriores, empezando desde luego por Batman. Y también, claro, del Coyote.
El Coyote es sin disputa el personaje de la literatura popular más triunfalmente reconocido en la España posterior a la Guerra Civil. Frecuenta el mismo territorio americano que el Zorro, pero décadas después que su antecesor: su indumentaria es también oscura, aunque de charro mexicano, y también lleva antifaz; no utiliza espada sino revólver y sobre todo no lucha contra la tiranía española (lo que hubiera tenido poca aceptación entre los lectores patriotas del franquismo) sino que se enfrenta a los yanquis. Por lo demás, tiene como mandan los cánones una personalidad doble y es aparentemente el cínico y frívolo don César de Echagüe, aborrecido por su desidia complaciente por los patriotas californianos, hasta que se convierte cuando conviene en el justiciero enmascarado. Lo más curioso de su saga, urdida por el polifacético talento narrativo de José Mallorquí, es que los relatos dan casi más importancia a los diálogos ingeniosos que encuadran la trama que a las peripecias de la pura acción.
En aquellos años cincuenta del siglo pasado, en España no había series de televisión, ni televisión siquiera, ni más épica que la apolillada y fatua del régimen dictatorial. Puede que los devotos del Coyote vieran en él a un salvador irónico y a un galán irresistible que les compensara de aflicciones que les caían más cerca que las del viejo San Francisco. El lector actual puede recuperar en parte aquel hálito liberador con la minuciosa edición anotada que Cátedra ha preparado de dos novelas coyotescas en su colección de Letras Populares. Chesterton (al que algunos piden beatificar ahora, Dios les perdone) habló del placer inconfesable pero sin disputa que proporcionan los “buenos libros malos”. Se refería anticipadamente al que proporcionaron y aún pueden propiciarnos las aventuras del Coyote.
Babelia
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