El islote de la Estrella
Forúnculos absurdos, monstruosas exudaciones magmáticas surgidas de los fondos marinos
Islote no llega a isla, no es tampoco igual a islo, ni siquiera su derivado porque los islos no existen fuera de la imaginación de quienes los creamos. No es un aumentativo, como tal vez nos predispone a suponer el sufijo “ote”, por asociación a grandote y cachalote, sino un diminutivo, pese a la apariencia de islote, palabra más larga que isla y sin duda más fea. Palabro, en vez de palabra, indicativo quizá de su rareza.
Asoman los islotes en las aguas como peculiares excrecencias. Granos, bubones o forúnculos absurdos, monstruosas exudaciones magmáticas surgidas de los fondos marinos. A veces se concentran en el mar, como ocurre en Vietnam, en la espectacular bahía de Ha Long, en la que hay nada menos que mil novecientos sesenta y ocho. Otras, brotan diseminados e incluso solitarios, algo alejados del resto de las islas, como si de este modo quisieran demostrar que no son gregarios, que detestan que se les incluya en los archipiélagos, con nombres ridículos —Perejil, Caracolera, Conejera— y otras, sin nombre…
Juntos o separados, flores de tierra, señales de un medio no acuoso. ¿Por qué aparecen? Los geólogos aseguran que los islotes emergieron a consecuencia del choque de las placas tectónicas: brotaron de improviso, como gibosidades de la larga espalda terráquea a la que, en las profundidades, permanecen pegadas. Pero esa explicación no convence a todo el mundo. Tal vez los islotes, en su mayoría, proceden de otros mundos. Los habitantes de las Cícladas así lo consideran y creen que son fragmentos de constelaciones caídos desde el lejano cielo. Como ejemplo de su origen estelar se refieren al islote de la Estrella que queda a pocas millas de la isla de Paros. Aseguran que no es ni forúnculo ni joroba terráquea, que su materia es otra, muy diferente. Si permanece fijo en el mismo lugar no es porque esté unido a ninguna placa por debajo de las olas sino porque es sostenido desde las alturas a las que pertenece por hilos invisibles, que no es patrimonio de la humanidad sino de los dioses.
El islote cayó del cielo, es una estrella que no se apagó al chocar con el mar. De día permanece sin luz pero de noche un farolero que llegó con ella, se encarga de encenderla para hacer señales a las otras estrellas, para decirles que todavía sigue ahí, aunque ya incandescente, pero no apagada del todo gracias a él.
Al parecer al farolero, también creado con sustancia divina, le ha importado siempre muy poco advertir a los barcos de la presencia de escollos, cuando no había radares ni GPS ni siquiera se navegaba a vapor, sino a vela. Le daba igual despistarles con sus haces de luz provocando el naufragio. No le importaba la desgracia que pudieran sufrir los que a bordo de un pino de Tesalia se alejaron de sus tierras en busca de otras ni los que desplegando velas cruzaban el mar desde más allá de las Cícladas hasta Tartesos, ávidos de comerciar, ni la de los que más adelante remaron como forzados en las naves corsarias otomanas o cristianas que navegaban con pabellón real. No le incomodaban los gritos de los que iban a zozobrar, los oía como oía el soplo del viento moviendo las ramas de los escasos árboles con que contaba el islote. No hacía caso del ruido espantoso de la crujía al chocar contra el acantilado. Pendiente de que su fuego no se apagara, no atendía a nada más. Ni siquiera se molestaba en ir a ver los despojos de los galeones depositados en la pequeña ensenada del islote, por más tesoros que pudieran contener. Tampoco sentía ninguna curiosidad por los mensajes cifrados que los náufragos habían metido en las botellas llegadas a sus costas.
Con la misma indiferencia había visto pasar el frágil navío de Ulises, la escuadra cristiana rumbo a Lepanto, las galeras de forzados, los primeros vapores, los acorazados de guerra, la sexta flota americana en permanente vigilancia del Mediterráneo por si las moscas talibanes, los grandes petroleros contaminadores de raras banderas, los imponentes trasatlánticos de ochenta pisos, repletos de turistas.
No precisa dormir, tampoco beber ni comer. En consecuencia, que en el islote no haya fuente de agua dulce o manantial y no produzca frutos no es un impedimento para su subsistencia. Quienes le enviaron le han creado así para que no tenga necesidad alguna. No ha sentido nunca ansia de compañía ni deseo sexual. No poder hablar con nadie no ha supuesto carencia alguna. Tiene bastante con seguir pendiente de quienes le enviaron, los de allá arriba, con los que gracias al fuego se comunica a través del resplandor. Se relacionan gracias a las partículas luminosas.
Desde el momento en que él y el islote cayeron del cielo, tras una lluvia de estrellas, cuando el planeta Tierra era una niña recién nacida, su existencia ha dependido tan solo de su poder de seguir encendiendo la luz del faro. Él y el islote no son más que partículas del fuego sagrado de los dioses sublimes que, ensimismados en sus lejanas estrellas, ignoran a los humanos. Tan frágiles, tan inermes, mortales, dejados de su mano para siempre.
Hay muchos otros islotes de la Estrella por los mares del mundo, procedentes del cielo, dominados por otros tantos particulares faroleros divinos.
Carme Riera es académica electa de la RAE. Su último libro son sus memorias Tiempo de inocencia (2013).
Babelia
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