Padre de familia
Me habría gustado que, en una misma casa, vivieran mi madre y mis dos primeras mujeres
He vivido con muchas mujeres a lo largo de mi vida. Lo femenino ha inspirado mis esculturas desde el comienzo de mi trayectoria y está presente hasta en las más abstractas, aunque sea de manera sugerida. Siempre preferí a la Coatlicue que a Tezcatlipoca, a Ixchel que Itzamná, a Sati que a Shiva. No es casual que en mi tercer viaje a la India, cuando tuve la fortuna de encontrar a mi gurú, este apareciese bajo la forma de una poderosa maestra. Tampoco es casual que haya tenido tres hijas (Uma, Saraswati y Kali) y no varones. De niño, la influencia de mamá fue por mucho superior a la de mi padre. A pesar de lo que opina la gente, soy un hombre esencialmente romántico. Estoy seguro de que, en algún lugar del mundo, existe una mujer perfecta para mí, y que, al igual que yo, ella me está esperando. He dedicado gran parte de mi vida a buscar a mi compañera cósmica. Y, cuando por fin creí poseer una pista de su paradero, no me frenaron ni la geografía ni los prejuicios morales. Sin embargo, no he tenido suerte. Uno no elige su destino. En tres ocasiones pensé haberla encontrado y durante años me aferré a esa idea hasta convencerme, con inmenso dolor, de que estaba equivocado. Con la primera, una mujer de belleza deslumbrante, tuve a mi hija Uma. La segunda fue una escritora belga con quien viví un amorío de tres meses. Cuando le anuncié que no era aquella a quien buscaba, se colgó de la buhardilla donde ambos pernoctábamos en La Haya. Fue una experiencia atroz de la que no me he recuperado. Los hombres somos destructores por naturaleza. Basta estudiar un poco las principales cosmogonías de la tierra para darse cuenta de que el principio masculino siempre acaba fragmentando la armonía. Sé que he cometido errores pero siempre han sido animados por una intención pura y espiritual. La tercera, una sanadora maya, descendiente de chamanes, trajo al mundo a mis otras dos hijas, Kali y Saraswati, y debo decir que cuida muy bien de estas. Con ella sigo viviendo por razones prácticas, más que sentimentales. Supe muy pronto que tampoco era la buena, pero en esta ocasión preferí no decir nada. Suspendí durante más de una década la búsqueda y me entregué a mi trabajo como única descarga para todas mis frustraciones. No me ha ido mal. Mis piezas se venden y ocupan un lugar importante en el mercado del arte. Durante esos quince años, hasta que mis hijas fueron adolescentes, no tuve ningún otro presentimiento.
Una de mis mayores fantasías habría sido la de reconstituir, al menos en la medida de lo posible, la unidad familiar. Me habría gustado que, en una misma casa, vivieran mi madre y mis dos primeras mujeres con nuestras tres hijas. Hubo un tiempo en que intenté poner en marcha este proyecto. Le escribí a mamá, quien tenía una residencia de playa en la península, y le pedí que nos invitara a pasar un verano con ella. Sería, le aseguré, un periodo magnífico que nos convencería de establecernos así definitivamente. Sin embargo, no todos estuvieron de acuerdo. Mi primera esposa aceptó mandar a Uma pero se negó a venir, pretextando que tenía otros planes menos descabellados para sus vacaciones. Ese verano fue maravilloso. Mis hijas se entendieron perfectamente, mi madre se enamoró de sus nietas, mi mujer entabló con mi hija mayor lazos inesperados de complicidad. Todo parecía encajar de maravilla. Lo único desconcertante fue el rechazo que Uma desarrolló hacia mí durante las vacaciones. Cualquier cosa relacionada conmigo, como mi aspecto, mis movimientos o mi forma de trabajar, le despertaban una aversión notoria. Sin embargo, ese pequeño inconveniente no me desanimó. El proyecto era demasiado hermoso como para renunciar a él por una tontería. Por primera vez en mi vida estuve dispuesto a hacer concesiones. Aunque estábamos en la playa, accedí a exagerar mi higiene personal, a reducir mi ingesta de marihuana y otras sustancias psicotrópicas que siempre me han ayudado en mi trabajo y a cambiar mi manera de expresarme cuando me dirigía a ella. Tengo la seguridad de que nada de esto fue en vano. Uma aceptó volver los dos años siguientes. Disponía de todo en casa y nosotros acatábamos sus designios con una beatitud gozosa, casi con devoción. Sin embargo, el último año ocurrió algo que nadie, ni yo mismo, imaginaba: Uma empezó a aparecer en mis sueños con la forma de la diosa que lleva su nombre y, al hacerlo, me aseguraba que era ella la encarnación de aquella mujer con la que siempre había fantaseado. Para entonces mi hija mayor rondaba los dieciséis. Su cuerpo era el de una mujer madura, en plena fertilidad. La duda amorosa, que tanta destrucción había causado a mi alrededor, volvió a aparecer con toda su fuerza y, lo que es peor, con mi propia hija. Fue por amor a ella, y a todas las demás, por lo que prescindí de mi proyecto de vida comunitaria y no volví a convocar jamás a la familia.
Guadalupe Nettel es escritora. Su último libro es El matrimonio de los peces rojos.
Babelia
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