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DESPIERTA Y LEE
Columna
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El último regate

Fernando Savater

Este no va a ser mi primer artículo sobre fútbol, a tanto no me atrevo, pero sí mi primer y casi seguramente último con un futbolista como pretexto. Excusa mi impertinencia que el futbolista sea tan grande que esté en la memoria hasta de uno de los pocos niños que no fueron aficionados al fútbol cuando todos lo eran, incluso quizá más que ahora: Alfredo Di Stéfano. En el colegio, durante las pausas entre las clases, sólo cuatro o cinco nos retirábamos a un rincón del patio mientras el resto de la clase jugaba un partido multitudinario e interminable que proseguía de recreo en recreo. Hablábamos de lecturas o de nimias fantasías, entre orgullosos y acomplejados por nuestra singularidad, mientras los profesores nos dedicaban comentarios sarcásticos y esquivábamos los balonazos extraviados hacia nosotros, no siempre por azar. ¡Como llegué a odiar el pelotón áspero y pesado, siempre cubierto de barro, que podía llegar desde cualquier parte con su mazazo! Todavía lo odio: para mí no hay más balón bueno que el balón muerto y desinflado.

Durante toda mi infancia, Di Stéfano fue el símbolo del fútbol y con él de la celebridad y la gloria. Dada mi temprana antipatía por ese deporte obligatorio (también hoy, cuando llegamos a la sección de deportes de un periódico o un informativo, lo que recibimos es casi exclusivamente una sobredosis futbolística) debería haber visto al jugador con el mismo desdén con que el rey Lear insulta al vasallo que le ofende llamándole football player. Pero lo cierto es que el aura dorada de su figura hecha de agilidad y precisión me fascinaba. Soy de los que se creen la excelencia de los mitos no por fe en el individuo sino en la humanidad: no me alineo con los partidarios del “no será para tanto” sino con los del “se nota que tiene algo”. En una sesión del casto y ruidoso cineclub colegial nos pasaron Saeta rubia, que no era precisamente Evasión o victoria en cuanto emoción cinematográfica pero bastó para hacerme devoto del prestigio de su protagonista. Lo que no consiguió es que fuese a ver ni un partido de fútbol en vivo, milagros los justos…

Pero luego me enteré de que, si bien yo no compartía con Di Stéfano la afición por el balompié, él si gustaba de mi deporte favorito: las carreras de caballos. Era burrero, como decimos en Argentina. Me contaron que cuando jugaba en el River, a cada poco del partido corría a la banda para entrevistarse con un personaje al que algunos tomaban por un mentor de la estrategia en el campo pero que en realidad le informaba de los resultados del hipódromo de Palermo, en cuyas pruebas se jugaba buenos pesos. Y en Madrid, en la Zarzuela de los tiempos felices (o recordados como tales por los adolescentes de entonces), tenía siempre su lugar preferente con otros futbolistas también burreros, en cuya compañía nunca faltaban damas célebremente hermosas. Allí vi por primera y temo que última vez en carne mortal a Sofía Loren, que me impresionó más que todo el Real Madrid junto, la verdad.

Todo esto viene a cuento —a la cuenta de mi memoria— porque ahora veo al antaño veloz campeón sometido a una silla de ruedas y a tristes enredos familiares. Por lo visto ha querido driblar hacia un amor crepuscular y el principio atroz de la realidad le ha pitado penalti. No conozco el asunto más que por la rumorología impresa, es decir que no lo conozco, pero mi fervor está con él, pase —ay— lo que pase. Y evoco aquellos versos memorables de la Epístola moral de Fernández de Andrada: “¡Oh muerte, ven callada, como sueles venir en la saeta…”. Rubia o morena, tanto da.

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