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66ª edición del festival de Cannes
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Emigrantes desvaídos, lesbianas inolvidables y una falsa ‘road movie’

Las películas más hermosas son ‘La vida de Adèle’ y ‘Like father, like son’ Los pasotes gestuales de Phoenix cada vez me hacen menos gracia

Carlos Boyero

James Gray no es un autor prolífico, su carrera se limita a cinco películas en 20 años, pero sí el creador de un cine reconocible en su poderoso estilo, su envolvente atmósfera y la familia como eterna obsesión de su temática. Interesante siempre, Gray logró su cine más penetrante con las sombrías La noche es nuestra y Two lovers,contando en la primera el dilema de alguien al que la vida le obliga de forma trágica a tomar partido entre su familia sanguínea, de la cual pretendió huir, y la familia que eligió su forma de concebir la existencia. En la segunda, un esquizofrénico con tendencias suicidas y hambre de amor también acabará refugiándose en lo que necesita y no en lo que ama, en la mujer tradicional y conveniente que le ha buscado su familia judía en vez de luchar probablemente en vano por la problemática vecina que colma sus sueños y haría peligrar su realidad. El aroma romántico, el tono volcánico, la irremediable tristeza y el magnetismo que desprenden ambas películas te hacían esperar con justificada ilusión la siguiente.

Se titula The immigrant y el comienzo está situado en el mismo lugar y circunstancias en las que desembarcaba en Nueva York el niño Vito Andolini en la prodigiosa segunda parte de El padrino. Es el muelle de Ellis Island. Las dos hermanas que lo pisan han huido de Polonia después de que asesinaran a sus padres. Esperan con angustia el reconocimiento médico y el permiso de las autoridades para buscarse la vida en la tierra prometida. El prólogo, rodeado de una ambientación primorosa, promete drama de primera clase, pero la magia se va diluyendo. La pretendida complejidad emocional de la historia, con una hermana hospitalizada por la tuberculosis y la otra cayendo en la red de prostitución de un proxeneta que se ha enamorado de ella, no se transmite al anhelante espectador. Están hablando de emociones fuertes en un mundo turbio y desesperado, del sentido de culpa de una superviviente que no soporta la degradación que le impone su sórdido trabajo y busca una salida con el corazón dividido, pero las emociones que presuntamente viven estos personajes que están en el límite no tienen capacidad de contagio. La estética es muy cuidada, la ves y escuchas sin fastidio, pero no conmueve. No dudo del talento interpretativo ni de la belleza de Marion Cotillard, esa actriz francesa cuya presencia parece últimamente obligatoria si aparece un personaje extranjero en el cine norteamericano de prestigio, pero su languidez atormentada me empieza a resultar demasiado previsible y la intensidad habitual y los pasotes gestuales de Joaquin Phoenix cada vez me hacen menos gracia. The immigrant no es desdeñable, pero no cubre las grandes expectativas que despertaba el inteligente y original director James Gray.

Sin embargo, no esperaba nada especialmente grato de La vida de Adèle, una película francesa de tres horas de duración, dirigida por el tunecino Abdellatif Kechiche, y es junto a la japonesa Like father, like son la película más hermosa y emocionante que he visto hasta el momento en el Festival de Cannes. Comienza hablando del temeroso descubrimiento de la sexualidad en la adolescencia, en la edad de la incertidumbre. Una cría que ha intentado seguir las normas sexuales que le aconseja su ambiente familiar, escolar y social, que ha intentado con frustración practicar la heterosexualidad con un compañero sensible y enamorado, descubre que el deseo, la pasión y el amor se lo provoca su mismo género. Una chica que no pertenece a su mundo, sofisticada y artista, no solo sabrá cómo encender su cuerpo, sino también su alma.

A lo largo de 10 años seremos testigos de cómo esta criatura se encuentra a sí misma, se vuelve a perder, aprende, vive, malvive, sufre, duda, conoce el encuentro y el desencuentro, la seguridad y el miedo, los celos y la ruptura, la plenitud y el desgarro. Y sospecho que también una lacerante y definitiva soledad. Abdellatif Kechiche cuenta esta historia con desarmante verdad, con realismo, con matices, con enorme poder de sugerencia, con una sensibilidad y una lucidez capaces de comprender las reacciones y los sentimientos de todos los personajes. También filma las escenas de sexo con una autenticidad insólita. Nada parece fingido, todo es placentera o dolorosamente real. Y nos descubre a una actriz extraña y maravillosa llamada Adele Exarchopoulos, capaz de expresar lo máximo con lo mínimo.

La película de Alexander Payne Nebraska ha despertado masivo entusiasmo. No el mío, aunque inicialmente me haya esforzado. Payne, cuyo cine ama los viajes catárticos de gente que está a la deriva, narra aquí el que hace un anciano enfermo de alzhéimer y acompañado de su comprensivo y piadoso hijo al pueblo en el que nació y en el que vivió gran parte de su alcohólica y desequilibrada existencia, ya que cree que le van a entregar un millón de dólares que ha ganado en una rifa. Payne se siente muy a gusto intentando compaginar la estética del feísmo con un subrayado lirismo. Sus estereotipos de la América profunda no me afectan lo más mínimo, todo me parece mezquino, insustancial o caricaturesco. Tengo la sensación de que el director está continuamente intentando manipular mis emociones, sin dejarme elegir, exigiéndome lo que debo pensar y sentir. Utiliza un artístico blanco y negro para parecer más auténtico, abusa de las convenciones, su espíritu poético suena a forzado. Es una película que ni me la creo, ni me divierte, ni me araña ninguna fibra emocional, una crónica del miserabilismo demasiado calculada, falsa, sin alma, bobamente costumbrista. Y ya le pueden ir dando oscars y palmas de oro.

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