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SILLÓN DE OREJAS

Sobre amores y —perdón— excrementos

Las cartas de amor de los escritores despliegan los detalles más íntimos de la seducción

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max

James Joyce y Nora Barnacle (su apellido significa “percebe”, lo que quizás explique por qué nunca le abandonó) tuvieron su primera cita el 16 de junio de 1904, fecha que eligió el escritor para situar la acción de Ulises. El 4 de agosto del mismo año, menos de dos meses después del célebre encuentro, Nora recibió una carta de su enamorado en la que le decía: “Por los poderes apostólicos que me ha otorgado su santidad el Papa Pío X por la presente le doy permiso para acudir sin faldas a recibir la Bendición Papal que tendré el placer de otorgarle”. Como ven, la relación avanzó deprisa. Y a lo bestia. Adoro las cartas de amor de los escritores, sobre todo aquellas en las que se despliegan, ante los ojos de quien nunca debería leerlos, los detalles íntimos de la seducción, el recuerdo (o el conjuro) de las satisfacciones más carnales. Me siento como una especie de voyeur al que hubieran concedido el privilegio de observar sentimientos no impostados, privadísimos, incluyendo las tácticas y estrategias imaginadas para propiciar el encuentro amoroso.

En Miquiño mío (Turner, edición de Isabel Parreño y Juan Manuel Hernández), doña Emilia Pardo Bazán, una mujer de armas tomar, también da rienda suelta epistolar a su pasión por Galdós. No fue una relación vertiginosa y se prolongó en distintas fases —admiración, respetuosa amistad, amor, pasión y vuelta a la respetuosa amistad— a lo largo de más de treinta años. A diferencia de Nora, que fue camarera antes que musa ágrafa, doña Emilia era ya una escritora célebre cuando se lio —el verbo es el más adecuado— con el torrencial novelista canario, a quien designa en varias ocasiones como su “ratoncillo”. La explicación del tierno hipocorístico de alcoba que emplea la dama puede encontrarse en un pasaje de una de las cartas que le envió en 1889, año clave en su relación amorosa: “siempre me he reprimido contigo por miedo a causarte daño físico (…). Siempre te he mirado (…) como los maridos robustos a las mujeres delicaditas y tiernamente amadas, que tienen con ellos ménagements”. Me lo he pasado estupendamente leyendo esas misivas en las que la (físicamente) apabullante escritora gallega se dirige a su amigo más bien alfeñique. Me fascinan también los consejos que le da, por ejemplo los referentes a su probable entrada en la RAE: “no aceptes todavía la entrada en la Academia. Tente firme (…). Hay lo menos docena y media de vejestorios que están al caer, maduros como peritas, y dentro de un año, al menos, entrarás más dignamente”.

En ‘Miguiño mío’, doña Emilia Pardo Bazán, una mujer de armas tomar, da rienda suelta epistolar a su pasión por Galdós

De amor, pero también de desamor y de sufrimiento, de pasión (autodestructiva) y de rutina doméstica, del esplendor y las miserias de un amor que se imaginaba a la vez moderno e inmarcesible nos habla la reedición Querido Scott, querida Zelda (Lumen), que recoge una selección de las cartas que se cruzaron Francis Scott Fitzgerald y Zelda Sayre. Leyéndolas conseguí olvidar por un rato la irritación que me había provocado la pretenciosa adaptación de El Gran Gatsby que ha realizado el histrión Baz Luhrmann, que ha conseguido la proeza de convertir la historia de Fitzgerald en una especie de ópera hortera, además de en un ejemplo perfecto de lo que Gilles Lipovetsky y Jean Serroy describen como “capitalismo artista” en su importante ensayo, todavía no publicado en español, L’esthetisation du monde (Gallimard, 510 páginas, 23,50 euros). De nuevo, el objetivo de los responsables de la adaptación cinematográfica de una obra literaria no es recrear o explorar en otro lenguaje una obra inmortal, sino halagar a un espectador bulímico que busca la inmediatez y el espectáculo (especialmente cuando viene aventado por el bombardeo mediático) y que está acostumbrado a obtener lo que necesita a golpe de clic. A este paso, no me extrañaría que cualquier día de estos nos ofrezcan una adaptación de Pedro Páramo en plan superespectáculo musical, con Comala convertida en una Babilonia del inframundo y un coro de muertos liderado por David Bisbal. Morir para ver.

Deposiciones

A los adolescentes de mi generación, quizás demasiado fijados en la fase retentivo-anal, nos encantaban aquellas cacas de mentirijilla que podían adquirirse en las tiendas de artículos de broma. Yo puse una sobre la mesa del cura que nos daba latín y la ocurrencia estuvo a punto de costarme la expulsión. Aquellas boñigas de cartón pintadas en varios tonos de marrón, no olían, como tampoco lo hace el dinero. Suetonio refiere que cuando Tito reprochó a Vespasiano el cobro de un impuesto sobre las letrinas (aquí, cualquier día de estos) el emperador le contestó con célebre frase que haría suya el maestro Ferlosio: pecunia non olet. Desde mucho antes de Freud, sabemos que caca y oro son uno y lo mismo, como también descubrió Dalí (que pintó mucha caca). Lenin, llevado de ardor revolucionario, afirmó una vez (lo recuerda Paul Nizan) que cuando el comunismo hubiera llegado al último rincón del planeta, se construirían letrinas de oro. Acerca del excremento humano trata precisamente La materia oscura (Tusquets), de Florian Werner, pretenciosamente subtitulado “historia cultural de la mierda”. Y menos mal que, como decía Barthes (y, antes, Agustín de Hipona), la mierda escrita no huele mal, porque si no mis arcadas y borborigmos habrían sido apoteósicos. En sus páginas hay mierda a granel. También de coprófagos famosos, como santa Margarita de Alacoque, que comía, por mortificarse, la caca de los enfermos que cuidaba. Werner, se refiere en algún momento al “comedor de mierda” alemán (Schitenfreter), pero ignora el elegante encomio del “ángel de la coprofilia” que realiza Pere Gimferrer en esa obra maestra de la poesía catalana que es Mascarada: “el gotear del cobre líquido / nalgas que dan melocotones / regalan monedas de moka / aroma de ámbar subterráneo” (traducción de Justo Navarro). En todo caso, el libro de Werner está demasiado centrado en la cultura de la caca alemana, que goza de un extenso vocabulario (¿sabían ustedes que, en el idioma de Goethe y Goebbels, alguien “tiquismiquis”, como Merkel, es un Korintherkacker, un “cagador de pasas de Corinto”?). Claro que también menciona al caganer de los belenes, que los catalanes han sabido exportar, como el cava, al resto de la nación que les incomoda. Y de la caca de artista: desde la enlatada de Piero Manzoni hasta la blasfema de Chris Ofili, que puso de los nervios a Rudolf Giuliani cuando el anglonigeriano expuso en Brooklyn su madona elaborada con deyecciones de elefante.

Aunque, tal vez, el mejor artista de la mierda de lo que va de siglo XXI sea un personaje literario, ese Brint Moltke que defeca directamente obras de arte en el estupendo cuento de David Foster Wallace “el canal del sufrimiento”, que pueden leer en Extinción (Mondadori), el último libro de relatos que publicó antes de colgarse. Paso por alto, finalmente, el problema teológico, que Werner solo plantea: si Cristo adoptó la naturaleza humana sin dejar de ser Dios, ¿qué estatuto tendrían sus deyecciones, suponiendo que alguien hubiera tenido la precaución de conservar alguna? Y ahora les dejo, que tengo que ir al baño (a vomitar).

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