Buenas noches, jefe
Landa no se maquillaba, no se disfrazaba: iba siempre de frente y por derecho, y eso se paga
Cuesta embutir a Alfredo Landa en una necrológica: la desborda, como desbordó el libro que hicimos juntos, como desbordaba su vida. Es obligada figura de género contar el primer encuentro. Fue, acorde a la ocasión, en un restaurante vasco especializado en angulas, y bajo los auspicios de Pérez-Reverte. Cada uno iba para saber cómo era el otro. Landa quería saber si yo era de fiar, y yo quería comprobar si era verdad lo que me habían dicho: que era un narrador cojonudo. Allí estaba, sentado en una mesa del fondo como un capo di tutti capi, la espalda contra la pared, la sonrisa abierta, y aquella mirada capaz de radiografiar el vuelo de una mosca. Irradiaba bonhomía, autoridad, y también peligro: no podías descuidarte. Pensé en la enorme lástima de que Landa no supiera inglés y David Chase estuviera tan lejos, pero don Alfredo ("Nada de don: Alfredo, por favor") no quería saber ya nada con las cámaras, y hablaba en serio. "Retirado, estoy re-ti-ra-do", repetía, como un campanilleo.
Había hecho mucho, muchísimo; había ganado montones de premios y dinero, pero pese a los constantes reconocimientos bullía en él un fondo de amargura: le habían perdonado demasiadas veces la vida, como casi a todos los grandes de su quinta, y seguían perdonándosela todos aquellos que le consideraban exclusivo protagonista del "cine de suecas", como si no hubiera hecho otra cosa, como si hubiera sido el único actor que hizo películas alimenticias, de las que tampoco renegaba, y hacía bien, porque en la mayoría, y eso es constatable, ponía el mismo empeño y el mismo talento que en sus piezas mayores. Las piezas mayores (Los santos inocentes, La vaquilla, los Cracks, El bosque animado, Canción de cuna, y tantas otras) están en la memoria de todos, pero yo quiero reivindicar ahora grandes trabajos insuficientemente valorados como No disponible, Paco el Seguro, Tata mía, Cateto a babor, Vente a Alemania, Pepe; El río que nos lleva e Historia de un beso, y la serie Tristeza de amor, o el Marcelino Pan y Vino de Comencini, y cierro la espita porque si sigo no paro.
Era un hombre mercurial, de extremos, a muerte siempre con sus amigos, y también capaz de desdenes glaciales y cóleras repentinas y volcánicas. Cuando salió Alfredo el grande, su libro de memorias, a algunos les sentó fatal que dijera lo que pensaba y sentía de tirios y troyanos, y se agarraron a los varapalos para inflarlos y hacer sangre, pero no hablaron de los incontables a los que trataba más que bien, con tanta pasión como generosidad. Landa no se maquillaba, no se disfrazaba: iba siempre de frente y por derecho, y eso se paga. No era, desde luego, un tipo fácil de tratar, pero fue uno de los personajes más apasionados y apasionantes que he conocido. Y, por cierto, preparaba los mejores martinis que he tomado nunca.
Se desvivió por mí. Me llevó a sus lugares sagrados, en Madrid y San Sebastián. Era imperativo que yo conociera tal sitio, probara tal plato, bebiera tal vino. Se desvivieron él y su mujer, la no menos extraordinaria Maite Imaz. (Un abrazo enorme, Maite, y mucho ánimo). Fueron horas y horas de risas y sabiduría en la terraza de la calle del Comandante Franco, y luego en el piso de la calle Fuenterrabía, y ahora hay ya, en mi memoria, un Madrid de Landa, desde aquella churrería de Legazpi donde tomaba porras mojadas en chinchón, de madrugada, con Patrick Dewaere, a la invicta y diminuta cafetería Grignolino de la calle del Príncipe, a cuatro pasos de la Comedia, sede y refugio último de sus correrías con Ricardo Merino, o aquel piso cerca de la plaza Castilla, recién llegados Maite y él a Madrid, cuando Alfredo se levantaba por las noches para abrir la nevera y maravillarse de que siguiera encendida la lucecita, y tantos parajes y esquinas donde pervivirá su memoria con tanta o más fuerza que en sus películas.
Era un hombre visceral pero en absoluto "primitivo", como pedía el cliché, un cliché que le reducía (y que también él solía fomentar, para que no le dieran la lata) a paradigma de la campechanía. Landa miraba mucho, analizaba mucho, y no paraba de darle vueltas a las cosas para saber como estaban hechas. No tuve la suerte de verle en escena. Su época teatral fue, fundamentalmente, los primeros sesenta, con la gran compañía de José Luis Alonso en el María Guerrero, desde la Eloísa de Jardiel hasta Los verdes campos del Edén de Gala, pasando por Los caciques y La loca de Chaillot. Luego vino el enorme éxito de Ninette y un señor de Murcia, de Mihura, que llegó a hacer tres veces al día: las dos funciones y el rodaje de la adaptación de Fernán-Gómez. Adoraba el teatro y se formó en él, pero el cine era más rápido y pagaban mejor, así que empezó a enlazar película tras película y solo volvió a las tablas muy de tarde en tarde: se despidió en 1977 con Yo quiero a mi mujer, el musical de Michael Stewart y Cy Coleman.
Sabiduría, he dicho antes. Mucha, y siempre sin afectación. Grandes lecciones que no lo pretendían. "Hay que oler el personaje. Sentirlo, estudiarlo, y lanzarse a hacerlo. Por la vía del sentimiento y de la intuición, pero también con la cabeza. Luego hay que colocar bien, y con verdad. Tener compás también ayuda. Eso se tiene de nacimiento o fijándose mucho. Pero lo más difícil es hacer que parezca fácil". Su lema podría haber sido aquella frase memorable de Spencer Tracy, uno de sus héroes: "Actuar está muy bien siempre que no te pillen haciéndolo". Mi historia favorita de Landa no está en el libro: me la contó, la noche de la presentación, su hija Ainhoa. Cuando le encomendaron el rol de Sancho en el Quijote televisivo, Landa se obsesionó con el burro. Decía: "Yo sé cómo trabajar con otros actores, pero nunca he trabajado con un animal. Y este no es un animal cualquiera: este burro va a ser la mitad de mí, porque me pasaré media serie montado en él. Tengo que hacerme amigo suyo, tiene que parecer que llevamos juntos toda una vida". Empezó a darle vueltas y más vueltas al asunto, a averiguar si los burros comen alfalfa o zanahorias, lo que hacen y dejan de hacer, y luego pasó horas con él, montándolo, dándole un caramelo de eucaliptus a cada toma, como premio. Y así salió aquella portentosa interpretación, pero si le decías que Pacino se pasó un mes en una comisaría para hacer Serpico decía que eso eran tonterías y que los americanos eran muy raros.
La penúltima hora es la de los malos recuerdos: el maldito ictus, la reclusión mayor, el silencio. La imagen de Landa aprisionado en una silla de ruedas era algo inconcebible. Hablábamos por teléfono, porque no quería ver a nadie o a casi nadie: a los más íntimos. Luego las conversaciones se adelgazaron, se espaciaron, porque el agujero negro crecía. Los pocos días en que le pillé animado hablaba de un singular proyecto que le había armado Garci: El crack 3. "La idea es esta: Germán Areta, viejo y jodido, se ocupa de un nuevo caso desde su despacho, sin levantarse de su silla de ruedas. ¿Qué te parece?".
"¿Qué me va a parecer, Alfredo? Me parece de puta madre. Tienes que ponerte con eso ya, pero ya".
Costaba creer que Landa ya no iba a levantarse de aquella silla.
Todavía me cuesta más aceptar que Alfredo esté corriendo ya por las verdes praderas.
Marcos Ordónez es autor de la biografía del actor Alfredo, el Grande. Vida de un cómico
Babelia
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