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EL LIBRO DE LA SEMANA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Víctimas que nadie llora

'Por el país del frío' de Jàchym Topol lucha contra el olvido del campo de concentración de Terezín Sus temas y personajes sean fruto de una fecunda obsesión elaborada por la memoria

En Tezerín se levanta un monumento que recuerda a las víctimas anónimas del nazismo.
En Tezerín se levanta un monumento que recuerda a las víctimas anónimas del nazismo.Michal Cizek (AFP)

Los personajes que llevan la voz cantante en las novelas de Jàchym Topol (Praga, 1962) son ridículos y a la vez heroicos, ingenuos y lúcidos, así como algo misántropos. El autor checo sabe modular sus voces para dar vida a una humanidad doliente que se niega a olvidar. En Misiones nocturnas (2001), Topol escenificaba la Primavera de Praga, mostrando la iniciación a marchas forzadas de dos hermanos, Ondra y Chiqui, en el mundo irrespirable y aturdido de los adultos. En Gárgaras con alquitrán (2005) nos metía en la piel de un huérfano que vive con seres grotescos y acaba vistiendo uniforme en un tanque soviético, otra vez en aquella revolución civil sofocada por Moscú. En ambas novelas los protagonistas eran niños o adolescentes que, como a los locos, les estaba permitido decir la verdad y oponerse a ella.

Topol es escritor por necesidad, de ahí que sus temas y personajes sean fruto de una fecunda obsesión elaborada por la memoria. En su última novela, Por el país del frío (publicada originalmente en 2009), volvemos a estar en familia. Nos habla una voz inocente y dura, encerrada en sí misma, y a la vez eco de muchas voces, de palabras de aliento y de juramentos, de aullidos y canciones de liberación pronunciadas en una ciudad desvanecida, Terezín. Hijo de un comandante del destacamento militar de la fortaleza, ha vivido siempre en esa ciudadela de soldadesca y muerte. Ha pasado por la prisión y se ha convertido en el ayudante del verdugo, quien acompaña a los reos en el último paseo. Huérfano, le queda su tío Lebo, coleccionista de huellas del pasado, testamentos escritos en los muros con las uñas, fotos quemadas, notas para la oscuridad del porvenir. A su sombra, el chico se convierte en explorador de lo real, de lo sórdido: la mugre de los búnkeres, la proximidad agria de las cabras, la grisura momificada de los cadáveres.

Topol es escritor por necesidad, de ahí que sus temas y personajes sean fruto de una fecunda obsesión elaborada por la memoria

Terezín, ciudad cercana a Praga, fortaleza de los Augsburgo, fue el modélico gueto de los nazis, calabozo del ejército rojo y, por fin, lugar de internamiento de alemanes sin tierra. Un monumento aséptico recuerda a las víctimas anónimas, como quien honra al soldado desconocido. Pero Lebo las conoce a todas, conserva su valioso archivo en una carpeta que el héroe sin nombre de esta novela introduce en un lápiz digital.

Experto en las catacumbas de Terezín, en ruinas del mal, en huidas, se convierte en cicerone de quienes llegan a la ciudad “para indagar en el horrible secreto del mundo, es decir, el mal absoluto”. Son jóvenes exploradores que viajan al Este buscando los catres que ocuparon sus antepasados porque ahí se encuentran los holocaustos hurtados al mundo, las víctimas que nadie puede llorar. Con ellos funda un hogar de resistencia, Comenius. Se hace amigo de Rolf, el periodista; de Sára, que crea los Talleres Alegres; de Lea, la eslovaca; de Alex el Terco y de Marushka. En Comenius venden camisetas con la efigie de Kafka y patentan la Pizza Gueto. Cuando parece que va a sucumbir a la lucrativa industria del genocidio, comprende que el mal no ha muerto. Entonces solo le queda la huida a través del país del frío, de Bielorrusia, en el este profundo, donde perecieron cuatro millones de personas olvidadas y unos partisanos enloquecidos pretenden levantar el mayor mausoleo del mundo.

Topol juega aquí con arquetipos y estadísticas, se apoya en personajes secundarios algo mecánicos, como Kagan y Artur, quiere abarcar demasiado territorio, todo el Este. Pero el Este es demasiado grande para llorarlo en una novela. Y uno no puede dejar de pensar que el tema épico de Terezín, el antiguo Terienstadt de las SS, podría haber dado lugar a una novela más sutil y turbadora, más kafkiana, si el autor checo se hubiera dejado llevar no tanto por una idea como por la voz libre de su personaje. Lo cual no resta mérito a esta breve novela. Sebald se aproximó al mismo asunto de otra manera en su última obra, con el viaje de Austerlitz en busca del padre al antiguo campo de concentración checo. Aunque sin agotar el potencial de su original voz narrativa, como si Topol domeñase su capacidad de fabulación interna en favor del testimonio, la magia literaria del checo consiste en dibujar un territorio de la mente —búnkeres unidos por húmedas, interminables catacumbas pobladas de momias— y hacer vivir en él para siempre a un héroe sin edad, astuto y medio tarado que, como el Jim de Stevenson, tiene algo de todos nosotros.

'Por el país del frío'. Jàchym Topol. Traducción de Kepa Uharte. Lengua de Trapo. Madrid, 2013.225 páginas. 17,60 euros

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